Ahondemos
cada vez más en esa buena noticia de Jesús que es en quien encontramos la
salvación, en el evangelio que es la sabiduría de nuestra vida
Deuteronomio 4, 1-2. 6-8; Sal. 14; Santiago
1, 17-18. 21b-22. 27; Marcos 7, 1-8a. 14-15. 21-23
En nuestra carrera humana por la vida
todos tenemos la tentación de que aquello que ideamos con la mayor pureza y
desde la más buena voluntad luego con el paso del tiempo lo vamos malogrando
porque comenzamos a hacerle añadidos, correcciones por acá o por allá, y aquello
que era simple y claro luego lo fuimos haciendo engorroso y pesado. Sin mala
voluntad en principio porque queríamos aclararlo tanto fuimos dándole tantas
explicaciones y comentarios, que al final terminamos haciéndole caso más a las
explicaciones o comentarios que pretendían simplemente ser ayuda, que a lo que
era lo verdaderamente fundamental que habíamos ideado. Así van naciendo
protocolos y reglamentos que los convertimos en norma fundamental.
Nos pasa con lo que es la vida normal
de la sociedad que la hemos llenado de tantos reglamentos y leyes que olvidamos
lo que en verdad nos constituye como sociedad; nos pasa con todo aquello que se
nos ha ofrecido para mejorar la vida de nuestra sociedad, donde al final le
damos más importancia a los reglamentos que nos imponemos que a las propias
personas que constituimos esa sociedad. ¿Y no nos pasará igualmente en el culto
con que queremos expresar nuestro amor y nuestra adoración a Dios como centro y
eje de nuestra vida que le hemos llenado de tantos aditamentos que olvidamos el
culto y amor que tiene que surgir de nuestro corazón?
En eso nos quiere ayudar a pensar hoy
el evangelio. La ocasión parte de aquella queja de los rigurosos fariseos y
escribas que vienen a decirle a Jesús que sus discípulos no están cumpliendo
con la tradición recibida de los mayores y entonces el culto que le dan a Dios
está lleno de impurezas. Y todo porque no se lavan las manos antes de comer el
pan.
Una norma higiénica, una ley sanitaria
podríamos decir, en la que Moisés en el peregrinar por el desierto había
insistido para evitar contagios y enfermedades que se podrían trasmitir por la
falta de higiene – pensemos en lo difícil que sería mantener esa higiene en un
camino por un desierto – la han convertido en ley de Dios que parece que está
por encima de todo lo que son los verdaderos mandamientos del Señor.
Me vienen a la mente las
interpretaciones tan literales y rigoristas que algunos se siguen haciendo de
palabras de la Biblia que nacieron en su momento para preservar a aquel pueblo
que camina por un desierto con tan pocos medios humanos para mantener la salud
y la sanidad de sus vidas, o que pretendían ayudarles a que no confundieran el
sentido del verdadero culto que habían de dar a su Dios dejándose cautivar por
los dioses y los cultos de aquellos pueblos con que se iban a encontrar e
incluso convivir al llegar a la tierra prometida.
Estoy haciendo referencia al cuidado de
la sangre, por ejemplo, que era una señal de la vida y que no habían de comer
por esas razones higiénicas mencionadas, y a la prohibición de hacerse dioses
en figuras elaboradas con sus manos a la manera como los tenían los pueblos que
los rodeaban. Hoy muchos siguen dándonos la tabarra con esas cosas, como
si nosotros adoramos una imagen, que
solo es eso una imagen que nos está expresando como un signo de lo que es la
misericordia y el amor de Dios.
Y Jesús les dice que el culto que ellos
dan a Dios sí que está vacío, porque no lo hacen desde el corazón. La maldad de
la vida no nos entra por un contagio que podamos tener por la forma de usar
nuestra manos, limpias o no, nos viene a decir. Lo que en verdad hemos de tener
limpio es el corazón arrancando de él toda malicia y toda impureza. Como nos
dice Jesús es de dentro del corazón del hombre desde donde salen las maldades,
la malquerencia y el odio, el orgullo y la envidia, los malos deseos y las
malas intenciones, las ambiciones que nos hacen avariciosos o el egoísmo que
nos encierra en la insolidaridad.
Busquemos, pues, esa rectitud del
corazón; no dejemos que se endurezca con todas esas maldades sino que nos
dejemos purificar por ese amor de Dios que nos sana y que nos salva. Vayamos
siempre buscando lo que es lo fundamental para no quedarnos nunca en lo que es
accidental o accesorio. Pongamos a Dios verdaderamente en el centro de nuestra
vida y alcanzaremos la más sublime sabiduría porque en nosotros estará actuando
el Espíritu de Dios.
Ahondemos cada vez más en esa buena
noticia de Jesús que es en quien encontramos la salvación; que el evangelio sea
la sabiduría de nuestra vida. ‘Ciertamente es un pueblo sabio e inteligente,
esta gran nación’, nos decía el libro del Deuteronomio que se harían eco
los que conocieran al pueblo de Dios fiel al mandamiento del Señor. ¿Quién
tiene como nosotros tenemos un Dios que nos ame tanto y nos haya trasmitido esa
sabiduría del amor que nos llena de la verdadera paz?
Cuidado llenemos de malicia nuestro corazón
y olvidemos esa sabiduría de Dios y no salga ya a borbotones ese río del amor y
de la gracia de Dios que fecunde nuestro mundo.
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