Un
retrato de un camino de retorno en el que nuestros pasos van a ser siempre
ayudados por el abrazo del amor del Padre
Miqueas 7, 14-15. 18-20; Sal 102; Lucas 15,
1-3. 11-32
Muchos somos
los pródigos que andamos por la vida sin saber lo que es el verdadero amor y
con los corazones resecos, que más bien parecen estar llenos de cardos que
hacen daño a quien se atreve a acercarse a él.
Pródigos
porque escogimos andar nuestros caminos porque ansiábamos la libertad pero
cuando nos separamos de la casa del padre sentimos la más amarga de las
soledades con el corazón roto en mil pedazos hasta no llegar a decidirse por la
vuelta a la casa del padre donde verdad se encontrará la verdadera
reconstrucción del corazón; pero pródigos cuando vamos por la vida con el corazón
lleno de aristas, donde pronto aparecerán los descontentos y las desconfianzas,
los resentimientos pero también los endiosamientos cuando nos creemos por
encima, cuando nos creemos cumplidores, cuando mantenemos la queja en el
corazón porque aun no se ha descubierto que tenemos que buscar lo que nos une
antes de poner distancias y abismos que cada vez nos separarán más.
Podemos irnos
de la casa del padre, pero podemos también físicamente cerca, y en ambos casos
ponemos distanciamientos que crean brechas muchas veces difíciles de reparar.
El que físicamente se marchó lejos, pronto sintió la soledad y el abandono,
porque en lo que creía que iba a encontrar la felicidad, lo que terminó por
hacerle es romperle el corazón y los deseos de vivir. Su vida ya no era vida,
de tal manera que deseaba comer la comida de los cerdos, lo que significa la
indignidad en la que cae la persona.
El que se
quedó pero poniendo distancias aunque ahora tenía a su mano un banquete que
había preparado el padre por la vuelta del hermano, no querrá participar en
aquel banquete ni en aquella fiesta, porque su orgullo lo había atragantado perdiendo también el
verdadero sentido de la vida.
Los orgullos
crean más cerrazones en el espíritu que otras miserias en que podamos
enfangarnos. Por eso el que se había ido lejos fue humildad para reconocer por
qué había llegado aquella situación y su deseo era estar de nuevo al lado del
padre aunque él no se supiera merecedor. Volveré a la casa de mi padre y le
diré, Padre he pecado contra el cielo y contra ti. Para él había una túnica
nueva, un traje de fiesta que volver a vestir, para él había de nuevo el anillo
que le devolvió la dignidad, para él había un banquete de fiesta porque en fin
de cuentas finalmente había optado por la vida y el padre se alegraba porque
había recobrado vivo a aquel hijo que le parecía muerto.
Los orgullos
ponen barreras a los pasos que tendríamos que dar; el orgullo nos impedirá
reconocer incluso al hermano y lo que es la dignidad de cada persona sea cual
sea el estado en que se encuentre; el orgullo nos volverá en contra de aquello
o de aquellos a los que más amamos o tendríamos que amar, porque ya no sabremos
entrar en la onda del amor. El padre quiere que participe de aquel banquete, de
aquella alegría y aquella fiesta, pero el corazón sigue enfermo y mientras no
se sane el corazón no llegaremos a tener la grandeza de espíritu que nos haga
reconocer nuestros errores y nos haga valorar a los que están a nuestro sean
quienes sean, porque siempre serán unos hermanos.
Qué tremendo
retrato nos está haciendo la parábola, sí, de nosotros y de nuestra situación.
Quiere abrir caminos para nuestros pasos de retorno y de reencuentro. Y es que
por el contra tenemos el más hermoso retrato de Dios. Es el Padre que nos ama y
nos espera, es el padre que nos restituye siempre nuestra dignidad y nuestra
grandeza, es el padre que sale también a la puerta y al camino, allí donde nos
hemos marchado o donde nos hemos quedado paralizados, porque los últimos pasos
siempre podemos darlos empujados y levantados por el abrazo de su amor.
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