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sábado, 11 de marzo de 2023

Un retrato de un camino de retorno en el que nuestros pasos van a ser siempre ayudados por el abrazo del amor del Padre

 


Un retrato de un camino de retorno en el que nuestros pasos van a ser siempre ayudados por el abrazo del amor del Padre

Miqueas 7, 14-15. 18-20; Sal 102; Lucas 15, 1-3. 11-32

Muchos somos los pródigos que andamos por la vida sin saber lo que es el verdadero amor y con los corazones resecos, que más bien parecen estar llenos de cardos que hacen daño a quien se atreve a acercarse a él.

Pródigos porque escogimos andar nuestros caminos porque ansiábamos la libertad pero cuando nos separamos de la casa del padre sentimos la más amarga de las soledades con el corazón roto en mil pedazos hasta no llegar a decidirse por la vuelta a la casa del padre donde verdad se encontrará la verdadera reconstrucción del corazón; pero pródigos cuando vamos por la vida con el corazón lleno de aristas, donde pronto aparecerán los descontentos y las desconfianzas, los resentimientos pero también los endiosamientos cuando nos creemos por encima, cuando nos creemos cumplidores, cuando mantenemos la queja en el corazón porque aun no se ha descubierto que tenemos que buscar lo que nos une antes de poner distancias y abismos que cada vez nos separarán más.

Podemos irnos de la casa del padre, pero podemos también físicamente cerca, y en ambos casos ponemos distanciamientos que crean brechas muchas veces difíciles de reparar. El que físicamente se marchó lejos, pronto sintió la soledad y el abandono, porque en lo que creía que iba a encontrar la felicidad, lo que terminó por hacerle es romperle el corazón y los deseos de vivir. Su vida ya no era vida, de tal manera que deseaba comer la comida de los cerdos, lo que significa la indignidad en la que cae la persona.

El que se quedó pero poniendo distancias aunque ahora tenía a su mano un banquete que había preparado el padre por la vuelta del hermano, no querrá participar en aquel banquete ni en aquella fiesta, porque su orgullo lo  había atragantado perdiendo también el verdadero sentido de la vida.

Los orgullos crean más cerrazones en el espíritu que otras miserias en que podamos enfangarnos. Por eso el que se había ido lejos fue humildad para reconocer por qué había llegado aquella situación y su deseo era estar de nuevo al lado del padre aunque él no se supiera merecedor. Volveré a la casa de mi padre y le diré, Padre he pecado contra el cielo y contra ti. Para él había una túnica nueva, un traje de fiesta que volver a vestir, para él había de nuevo el anillo que le devolvió la dignidad, para él había un banquete de fiesta porque en fin de cuentas finalmente había optado por la vida y el padre se alegraba porque había recobrado vivo a aquel hijo que le parecía muerto.

Los orgullos ponen barreras a los pasos que tendríamos que dar; el orgullo nos impedirá reconocer incluso al hermano y lo que es la dignidad de cada persona sea cual sea el estado en que se encuentre; el orgullo nos volverá en contra de aquello o de aquellos a los que más amamos o tendríamos que amar, porque ya no sabremos entrar en la onda del amor. El padre quiere que participe de aquel banquete, de aquella alegría y aquella fiesta, pero el corazón sigue enfermo y mientras no se sane el corazón no llegaremos a tener la grandeza de espíritu que nos haga reconocer nuestros errores y nos haga valorar a los que están a nuestro sean quienes sean, porque siempre serán unos hermanos.

Qué tremendo retrato nos está haciendo la parábola, sí, de nosotros y de nuestra situación. Quiere abrir caminos para nuestros pasos de retorno y de reencuentro. Y es que por el contra tenemos el más hermoso retrato de Dios. Es el Padre que nos ama y nos espera, es el padre que nos restituye siempre nuestra dignidad y nuestra grandeza, es el padre que sale también a la puerta y al camino, allí donde nos hemos marchado o donde nos hemos quedado paralizados, porque los últimos pasos siempre podemos darlos empujados y levantados por el abrazo de su amor.

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