Orar es disfrutar del gozo de sentir a Dios en nuestra vida,
no serán necesarias muchas palabras, sino mucha interiorización en esa
presencia de Dios
Isaías 55, 10-11; Sal 33; Mateo 6, 7-15
‘Como
bajan la lluvia y la nieve desde el cielo, y no vuelven allá sino después de
empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al
sembrador y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca…’
Bella
imagen la que nos propone el profeta, la lluvia que empapa la tierra, pero la
tierra que encierra en sí un caudal de vida pero que necesita del agua que le
haga brotar toda la fecundidad que en cierra para que germine y termine dando
fruto. ¿Cuál es esa tierra a la que se refiere en profeta? Creo que casi de
entrada tenemos que reconocer que es nuestra misma vida, con todas sus
posibilidades, con todas las riquezas en ella encerradas.
Es nuestra
vida que está ahí como un diamante en bruto; bien sabemos que el diamante no es
extraído de la tierra tal como luego lo veremos pulido y engarzado en una joya;
en si mismo al ser extraído de la tierra está lleno de impurezas de las que hay
que limpiarlo, para luego tallarlo y pulirlo en esa belleza de ángulos y
resplandores que luego en él contemplaremos y admiraremos. Así es nuestra vida.
Toda esa riqueza
y esa belleza está encerrada dentro de nosotros pero hemos de saberla hacer
florecer, resplandecer. Es la tarea en la que hemos de estar empeñados en la
vida tratando de profundizar en lo más hondo de nuestro ser, para resaltar lo
bello y lo valioso, para purificarnos de cuantas cosas puedan mermar el brillo
de la vida. Es la tarea que vamos realizando en la interiorización, en la reflexión
y en la meditación, que vamos realizando también en la oracion.
Dejamos
que llegue a nosotros, como decía el profeta, esa lluvia que haga brotar toda
esa fecundidad, que haga surgir toda esa vida, que nos haga crecer por dentro
como la planta que echa raíces hondas en la tierra, pero que se abre frente al
cielo y al universo que la rodea que desde eso que somos podamos hacer el bien,
podamos amar, podamos enriquecer con nuestros valores a cuantos nos rodean,
lleguemos a enriquecer de verdad ese mundo en el que vivimos. Es desde esa meditación,
desde esa oración, porque sabemos bien que no es tarea que realicemos por
nosotros mismos. Por eso nos abrimos a Dios, escuchamos su palabra que fecunde
nuestro ser y nos llene de verdadera vida.
Es el
mensaje que nos ofrece hoy la liturgia y la Palabra de Dios. Lo que nos ha
trasmitido el profeta y que ya ha dado pie a esa primera parte de nuestra reflexión
y lo que luego nos dirá Jesús en el evangelio. Nos dice Jesús que cuando
vayamos a orar no nos entretengamos con muchas palabras, como los gentiles que
se imaginan que por hablar mucho les harán caso. Y Jesús nos ofrece un modelo
de oración. Muy escueto y muy concreto en que lo fundamental viene a ser que
lleguemos a disfrutar de la presencia de Dios. Disfrutar del gozo de sentir a
Dios en nuestra vida y entonces no serán necesarias muchas palabras, sino mucha
interiorización en esa presencia de Dios.
Creo que
es algo que nos falla muchas veces a los cristianos que incluso decimos que
queremos rezar con la oración de Jesús. Pero no la disfrutamos, nos quedamos
reducidos a repetirla y muchas veces hasta de carrerilla. Disfrutar de una
comida no es tragársela de forma glotona, sino saber saborear cada uno de esos
componentes de nuestra alimentación sabiendo sentir en nuestro paladar cada uno
de sus sabores. ¿Haremos así con el modo de oración que Jesús nos propone?
Estamos muchas veces más preocupados con aquello que le queremos pedir cuando
rezamos el padrenuestro que en verdad saborear esa presencia y ese amor de Dios
en nuestra vida. Por eso nuestra oración no termina siendo esa lluvia que
fecunda la tierra de nuestra vida como nos decía el profeta. Nuestra vida no
termina de germinar, no terminan de brotar esas buenas obras, ese amor, ese
compromiso por los demás, por nuestro mundo y por nuestra iglesia aunque
digamos que rezamos mucho. Pero es eso, rezamos mucho, muchas palabras que
repetimos, y poco amor y presencia de Dios que saboreamos.
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