Cuando ponemos en nuestra oración a aquel a quien hemos de
amar cambian las perspectivas y comenzaremos a mirar con la mirada de Dios
Deuteronomio 26, 16-19; Sal 118; Mateo 5,
43-48
“En el amor a Dios
puede haber engaños. Puede alguien decir que ama a Dios cuando lo único que
siente es un calorcillo que le gusta en su corazón. Puede alguien decir que ama
a Dios y lo que ama es la tranquilidad espiritual que ese supuesto amor le da.
Amar al prójimo, en cambio, no admite triquiñuelas: Se le ama o no se le ama.
Se le sirve o se le utiliza. Se demuestra con obras o es sólo una palabra
bonita”. Así escribía aquel gran sacerdote, escritor y periodista que fue José
Luis Martín Descalzo. He querido traer aquí este testimonio citado por algún
comentarista del texto del evangelio que
hoy nos ocupa, porque puede ser un buen punto de partida también para
nuestra reflexión de hoy.
¿Qué
buscamos en el amor de Dios? como nos dice el escritor ¿un regustillo en el corazón que nos deja
tranquilos, nos da alguna satisfacción pero no nos lleva a nada más? Cuando
hablamos del amor, en este caso del amor de Dios y del amor al prójimo otros
tienen que ser los andares, los sentimientos, las actitudes de nuestra vida; a
otro compromiso nos llevan. Amar no pueden ser solo palabras; el amor tiene que
manifestarse en algo más en lo que se tiene que implicar nuestra vida. Y hemos
de reconocer que algunas veces nos cuesta amar.
Nos cuesta
amar porque de alguna manera el que ama se despoja de mucho de sí mismo, porque
no puede seguir en la misma comodidad de no hacer nada ni en la misma
tranquilidad; amar se nos hace difícil porque tenemos que mirar de frente a
aquel que hemos de amar, y mirándolo de frente algunas veces no nos gusta, no
nos cae bien, vemos cosas que pudieran repugnarnos, hay cosas con las que
incluso nos podemos sentir heridos.
No amamos
solo al guapo de turno, ni amamos solo al que ya nos ama a nosotros y entonces
de alguna manera parece que le debemos algo; no amamos como una deuda que hemos
de saldar; amamos y el amor tiene que arrancar primero de nosotros aunque no
encontremos reacción positiva ni respuesta; y es que hemos de amar incluso al
que no nos ama o se pone en contra nuestra de alguna manera. Y eso no es fácil.
Por eso
hoy Jesús nos hablará de forma clara y tajante de cómo ha de ser nuestro amor
también al enemigo. ‘Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y
aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por
los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace
salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos’.
En algo tenemos que diferenciarnos, nos dice, porque amar al que nos ama o
hacer el bien al que nos hace el bien, lo hace cualquiera.
Estamos
hablando de la dificultad que encontramos en nosotros mismos para amar al otro;
decíamos que tenemos que mirarlo de frente aunque nos cueste, pero tenemos que
mirarlo con los ojos del corazón. Los ojos del corazón cuando miran con
sinceridad pueden ver las cosas desde otra perspectiva. Cuando miramos con los
ojos del corazón nos estamos viendo también a nosotros mismos, y veremos
nuestras debilidades y cuántas cosas también hay en nosotros que no son dignas
del amor, pero sabemos que aún así Dios nos ama.
Siempre me
ha gustado resaltar lo que nos dice Jesús y es que para amar a aquel que se
considera un enemigo o que me haya hecho daño es necesario comenzar por rezar
por él. Y es que cuando lo ponemos en nuestra oración ya comenzaremos a verlo
de manera distinta, ya comenzaremos a verlo con la mirada de Dios. Cómo cambian
las perspectivas cuando metemos la vida en nuestra oración, y es que entonces
todo se verá iluminado con la luz de Dios. ‘Amad a vuestros enemigos, nos
dice, y rezad por los que os persiguen’.
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