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sábado, 1 de febrero de 2020

Que se nos despierte la fe para que no tengamos miedo de ir a la otra orilla como nos pide hoy la Iglesia aunque tengamos que atravesar el mar con tantos peligros


Que se nos despierte la fe para que no tengamos miedo de ir a la otra orilla como nos pide hoy la Iglesia aunque tengamos que atravesar el mar con tantos peligros

2Samuel 12, 1-7a. 10-17; Sal 50; Marcos 4, 35-41
Tempestades y tormentas no nos faltan en la vida. Para las tormentas climatológicas hoy tenemos unos servicios de previsión del tiempo que nos dicen por donde nos vienen las borrascas y en qué momento determinado las alertas se elevan de todo porque encima tenemos la tormenta y no vamos a recordar aquí la serie de nombres que ahora estamos habituados a escuchar en las noticias para referirse a ellas.
Pero no es de esas tormentas y borrascas de las que ahora queremos hacer mención, sino de esos problemas que aparecen cuando menos pensamos y nos envuelven y nos llenan de angustias y desestabilizan nuestra vida. Hay momentos que son duros en la vida y clamamos no sabemos a quien porque parece que ya no podemos más, que la vida se nos convierte en un tubo oscuro y se nos retuerce como una espiral y no sabemos qué solución encontrar. Tantas veces que nos sentimos solos en medio de esos problemas de la vida porque parece que hasta los más amigos se alejan o se desentienden de nosotros y nos retorcemos sin saber a quien acudir.
Qué dura se nos hace esa soledad, ese pasar por esas situaciones en soledad. No sabemos o no queremos porque una de las cosas que nos suceden es que poco menos que nos encerramos en nosotros mismos y somos nosotros los que no queremos contar con nadie. Es duro verse así, pero esas tormentas nos aparecen o nos pueden aparecer de vez en cuando.
El contemplar el pasaje que nos ofrece hoy el evangelio de los discípulos en la barca luchando en medio de la tormenta del lago y donde les parece que Jesús se desentiende de ellos, me hace pensar en esas situaciones duras por las que tantas veces en la vida pasamos o vemos pasar a los demás. Bueno, vemos pasar a los demás, pero quizá nosotros seamos de los que nos desentendemos, de los que no ponemos ni la punta del dedo meñique para prestar alguna ayuda o para hacernos presente al lado de esos que vemos sufrir.
Como decíamos los discípulos lo estaban pasando mal, porque a pesar de que algunos eran avezados pescadores de aquel lago, cuando llegaban esos momentos todos se sentían impotentes; es proverbial la fuerza con que se desatan los vientos en el lago, que ya por si mismo está en una depresión de la tierra – está a un nivel por debajo del nivel del mar – pero además rodeado de las altas montañas del Golán y el monte Hermón. Jesús había querido ir con los discípulos a la otra orilla del lago y allí se habían embarcado. Se había desatado la tormenta y en medio del fragor de las olas y el viento, Jesús, sin embargo, dormía en un rincón de la barca. No sabían que hacer y al final lo despiertan. Y ya sabemos el desenlace. ‘Hombres de poca fe’, les dice. ¿No habían aprendido aun a confiar a Jesús que allí estaba aunque les pareciera que dormido se desatendía de ellos?
Ir a la otra orilla… tendría que hacernos pensar también a nosotros. ¿Estaremos dispuestos a ir con Jesús a la otra orilla? ¿No es a lo que está llamada la Iglesia hoy, como nos repite continuamente el Papa? Pero también sentimos tormentas en el seno de la Iglesia y algunas veces clamamos como si fuéramos hombres de poca fe, porque no sabemos descubrir la presencia y la fuerza del Espíritu de Jesús que está con nosotros.
Parece que la barca de la Iglesia se tambalea demasiado en medio de las corrientes y los vientos del mundo que nos rodea, y nos sentimos quizá desorientados, llenos de dudas y de miedos. ¿Nos estará queriendo decir algo este texto del evangelio para que se nos despierte la fe, para que no tengamos miedo de ir a la otra orilla aunque tengamos que atravesar el mar con tantos peligros, para que sepamos seguir adelante? Mucho nos da que pensar.

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