Vivimos
llenos de confianza porque ponemos nuestra fe en Dios y nuestro corazón se
llena de esperanza que nos trasciende a la vida eterna
2Samuel 11, 1-4a. 4c-10a. 13-17; Sal 50;
Marcos 4, 26-34
Quizá pueda parecer algo como muy genérico
lo que voy a expresar, pero me atrevo a decir que la vida, lo que hacemos y lo
que vivimos es como un acto de confianza y de esperanza en si misma. ¿Tenemos
seguridad de lo que va a suceder mañana? ¿Tenemos la certeza absoluta de que
aquello que hacemos va a dar el fruto que esperamos? La experiencia de la vida nos ha ido enseñando que si realizamos determinados actos como fruto
obtendremos unas cosas concretas. Pero también sabemos por experiencia que las
cosas se pueden torcer y no siempre obtenemos el fruto esperado y deseado por
el que habíamos luchado. Pero confiamos, tenemos esperanza, seguimos
construyendo con el deseo de ver realizadas las metas que nos propusimos. ¿Lo
dejamos al azar? ¿Es solamente un destino? Pensamos que hay algo más y
distinto.
El agricultor echa la semilla a la
tierra con la esperanza de una cosecha; confía en que poniendo los medios que
tiene a su disposición pueda lograrlo. Como el educador que quiere forjar el espíritu
de aquellos que están a su cuidado, los padres en la educación y formación de
sus hijos a los que quieren ver crecer. Confían, tienen esperanza. Como el que
quiere emprender un trabajo, un negocio, un viaje… confiamos, esperamos verlo
realizado, obtener los beneficios, llegar a la meta y al regreso.
Quizá en cosas así nos hacen pensar las
parábolas que hoy Jesús nos propone. Nos habla del agricultor que hecha la
semilla en la tierra y, como nos dice Jesús en la parábola, él no sabe cómo,
pero aquella semilla un día germina y brota una planta, y al final recogerá un
fruto. ¿Algo milagroso? ¿Algo automático? No nos queremos quedar solo en la
imagen de la semilla, sino que con esa imagen podemos pensar en la vida, en lo
que somos o en lo que es nuestra sociedad. Están es cierto nuestras voluntades
y nuestros esfuerzos, pero bien sabemos que tiene que haber algo más.
Hoy la gente para no querer referirse a
Dios habla de energías positivas y no sé cuantas cosas. Pero, ¿por qué no
pensamos en ese Espíritu divino que desde lo más hondo de nosotros mismos nos
anima y nos da la fuerza que necesitamos? ¿Quién es el que en verdad mueve
nuestro corazón y nos da fuerza? Cuántas veces estamos en nuestras luchas y
hasta en cierto modo nos podemos sentir desanimados y cansados en nuestro
esfuerzo, pero en un momento dado sentimos dentro de nosotros una fuerza
interior que nos empujaba a la lucha, que nos iluminaba con nuevos caminos y
salidas, que nos hacia sentir dentro de nosotros con esa energía espiritual
para saltar por encima de todas las barreras. Es la gracia del Señor, es la
inspiración del Espíritu divino, es Dios que actúa en nosotros.
Es ese misterio del crecimiento del que
nos habla la parábola, ese crecimiento interior que nosotros sabemos muy bien
que es la inspiración del Espíritu de Dios en nosotros. Pero eso también en cierto modo tenemos que
cultivarlo, como el agricultor que preparó la tierra para echar la semilla; y
lo cultivamos manteniendo viva esa sensibilidad espiritual en nuestra vida,
abriendo nuestro corazón a la trascendencia, nuestro espíritu a Dios. Cuidando
que los materialismos y las sensualidades de la vida no ensordezcan nuestro
corazón y ya no seamos capaces de captar esa sintonía de Dios en nosotros. Nos
damos cuenta que no somos solo materia, sino que en nosotros hay algo más,
somos seres espirituales capaces de elevar nuestro corazón más allá y más
arriba de esas cosas materiales que tantas veces nos envuelven.
Si así lo hacemos es porque confiamos y
no en cualquier cosa, es que ponemos nuestra fe en Dios y así nuestro corazón
se llena de esperanza, no solo para el fruto que ahora en la tierra podamos
obtener sino algo más porque nos hace pensar en frutos de vida eterna.
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