Salgamos
ya de nuestras cabinas de confort que nos aíslan e insensibilizan para
despertarnos a la misericordia hacia el mundo de dolor que nos rodea
Génesis 1,1-19; Salmo 103; Marcos 6,53-56
Hace unos años en un viaje que hice a
un país donde no había estado cuando ya nos acercábamos al punto de destino
desde la altura podíamos contemplar los paisajes que se extendían a nuestros
pies de una gran belleza y recuerdo me llamó la atención unas tierra cultivadas
que ofrecían también gran belleza pero que no podía distinguir realmente lo que
se cultivaba allí, haciendo mil cavilaciones en mi cabeza sobre lo que podía
ser; fue necesario descender por supuesto para el aterrizaje y pisar tierra
para poder distinguir y saber realmente lo que estaba viendo en la altura.
Digo esto como ejemplo de la necesidad
que tenemos en la vida de aterrizar, no quedarnos cómodamente en la cabina de
nuestro viaje, de nuestras ideas y pensamientos sobre cómo tendrían que ser las
cosas, sino que necesitamos a pie de tierra conocer bien la realidad. Será cómo
se pueden despertar en nosotros los mejores sentimientos, donde nuestro
compromiso tendría que manifestarse con mayor rotundidad, y hacer que aflore en
nosotros lo mejor de nuestro amor, lo mejor de nosotros mismos para llegar a esa
realidad con la que nos encontramos. ¿No andaremos demasiado en la placidez del
viaje de nuestros sueños y por eso de alguna manera nos desentendemos de cuanto
a nuestro alrededor?
Nos habla hoy el evangelio de que tras
aquella travesía por el lago, donde habían vivido, es cierto, hermosas
experiencias de la presencia de Cristo, desembarcaron al llegar a Genesaret, ‘apenas
desembarcados, lo reconocieron y se pusieron a recorrer toda la comarca; cuando
se enteraba la gente dónde estaba Jesús, le llevaba los enfermos en camillas…’ Y
nos detalla el evangelista cómo Jesús se desenvuelve en medio de aquel mundo de
dolor, donde todos querían tocar al menos la orla de su manto y quienes lo
lograban se sentían curados.
¿Qué es lo que podemos contemplar en
Jesús? Su misericordia. Ante el dolor, amor y vida. Es la medicina que Jesús va
repartiendo. Es lo que irá transformando aquel mundo de sufrimiento en un mundo
de vida y de esperanza. Son las señales del Reino de Dios que así se
manifiesta.
Cuando vamos llenos de Dios nuestra
mirada se transforma; cuando hemos puesto de verdad a Dios en el centro de
nuestra vida - ¿no decimos que creemos en el Reino de Dios, que es Dios el que
tiene que reinar en nuestra vida, en la vida del hombre, en nuestro mundo? –
nuestra mirada será ya distinta porque tienen necesariamente que aflorar los
ojos de la misericordia. Porque Dios es el centro de nuestra vida comienza ya a
ser también el centro al que se dirigen nuestras miradas, el centro de nuestro corazón,
el hombre, la persona en esa realidad en la que vive, y sobre todo nuestro corazón
se decantará por aquellos que se sienten atormentados por el sufrimiento y el
dolor, sean quienes sean, sea cual sea su dolor y sufrimiento.
Es lo que vemos hacer a Jesús. La misión
que nos confiará a nosotros también cuando nos envíe. Recordamos que cuando
envió a sus apóstoles les dio autoridad sobre todo espíritu inmundo, y ellos
fueron curando a cuantos sufrían a su alrededor. Salgamos ya de nuestras
cabinas de confort que nos aíslan e insensibilizan. Y es que todavía queda
mucho de nuestro ego apegado al corazón y no le hemos dado lugar a esa
presencia de Dios que nos centra de verdad. Nos cuesta y nos duele quizás que
el viento nos llegue a la cara y por eso rehusamos salir de nuestros refugios,
mientras tantos a nuestro lado siguen navegando en ese mar de sufrimiento.
Quizás seamos nosotros los primeros que
tenemos que acercarnos a Jesús para tocar la orla de su manto y nos cure de
nuestras cegueras o de nuestros inmovilismos. Pero tenemos que querer, tenemos
que dejar que la sombra de Jesús se pose sobre nosotros para que nos podamos
llenar de luz.
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