Será
la generosidad vivida y expresada sin hacer ruido la que marcará la verdadera
grandeza de nuestra vida y nos dejará
verdadera huella en el mundo que nos rodea
Tobías 12, 1.5-15.20; Sal.: Tb 13; Marcos
12,38-44
¿Dónde podemos encontrar la verdadera
medida del hombre? ¿Cuál es la verdadera altura de la persona? No tenemos que
ir dándonos codazos en la vida para hacer aparentar que mido un centímetro más
de altura que el otro. No son las medidas de un cuerpo esbelto lo que nos va a
dar esa altura; no son los ropajes con que nos revistamos porque al final
seremos como fantoches a los que han puesto unas bonitas vestimentas pero
realmente están desnudos y vacíos por dentro; no es el sillón más alto y más
lujoso que podamos colocar en los lugares que llamamos sitios de honor porque
al final la fila no va a comenzar en ese orden que en nuestro interés habíamos
predispuesto.
Recordemos que Jesús cambia el orden de
los que van a ser llamados porque los últimos serán primeros y los primeros van
a quedar para los últimos. Y en ese sentido podríamos seguir recordando muchas
recomendaciones de Jesús. Cuando los discípulos discutían por los primeros
puestos les decía que habían de hacerse los últimos y los servidores de todos.
Pero quizás seguimos preguntándonos por
la verdadera medida del hombre. Y ya sabemos que no está ni en las fantasías ni
en las vanidades, ni en el tamaño de nuestro bolsillo, ni en las palabrerías
que encandilan y aturrullan pero que al final no dejan ningún mensaje ni
ninguna huella que merezca la pena. Cuántas palabras vacías escuchamos a lo
largo del día, cuantas promesas que se vuelan como el humo en una mañana de
viento, cuantas palabras encantadoras, pero que son eso encantadoras que solo
las necesitan los que no quieren escuchar nada con fundamento. La medida
tenemos que irla comenzando a buscar por nuestro corazón.
Será el corazón generoso el que nos da
la verdadera medida de la persona. Podrá ser alguien que para la mayoría de la
gente pase desapercibida porque no hace ruido ni llama la atención. Como
aquella anciana del evangelio que tras el bullicioso cortejo de los que van
haciendo alarde de sus vanidades, ella calladamente, sin que nadie sea capaz de
notar su presencia, pareciera que furtivamente porque ningún ruido se escucha,
deja caer sus dos monedas en el arca de las ofrendas.
El bullicio de la vanidad no nos dejará
escuchar el murmullo que como el susurro de una suave brisa para junto a
nosotros pero que puede ser que el que nos deje profunda huella. No sintió el
profeta, como hemos comentado más de una vez, la presencia de Dios en el fragor
del terremoto que partía las montañas, ni en el huracán que parecía arrebatar
de su sitio árboles y edificaciones; en el susurro de la suave brisa sentirá el
paso del Señor compasivo y misericordioso que iba derramando vida con su amor
en todos los que sentían su presencia.
Aquella anciana que Jesús estaba
observando echar sus monedas en el arca de las ofrendas fue ese susurro de Dios
que nos venía a descubrir la grandeza de aquella humilde persona. Será, pues,
la generosidad del corazón la que nos dará la verdadera medida de la persona.
Será la generosidad vivida y expresada sin hacer ruido la que nos dejará
verdadera huella en nosotros, de quienes somos generosos de corazón, pero
también de quienes tengamos la suerte de descubrir esa generosidad de tantos a
nuestro lado.
Es el camino del Reino que nosotros
hemos de vivir; son las señales que tenemos que dar de esa presencia del Reino
de Dios en nuestra vida y con lo que lo queremos hacer presente en nuestro
mundo.
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