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viernes, 15 de julio de 2022

Llenemos de nuestro corazón de compasión y misericordia para saber comprender, valorar y descubrir toda la riqueza espiritual que podemos encontrar en el otro

 


Llenemos de nuestro corazón de compasión y misericordia para saber comprender, valorar y descubrir toda la riqueza espiritual que podemos encontrar en el otro

Isaías 38, 1-6. 21-22. 7-8; Sal.: Is. 38, 10-12; Mateo 12, 1-8

Algunas veces somos incongruentes y contradictorios. Según nos vaya o nos pueda ir, aceptamos o no aquello que nos parece que más nos conviene. Somos los más rebeldes del mundo a todo lo que signifique norma que para nosotros pueda representar imposición, pero nos llenamos de reglamentos, de protocolos, de reglas de todas clases con las que decimos que pretendemos tener todo muy asegurado y en orden para saber en todo momento lo que tenemos que hacer. Y entretenidos andamos con esos protocolos pero hacemos las cosas sin vida, sin hondura, sin encontrarle un hondo significado y valor. ¿De qué nos vale que andemos así?

Pero esto no es nuevo, esto es algo que siempre nos ha sucedido, pero no por eso debemos de contentarnos, relajarnos o no darle importancia. Creo que en nuestra madurez humana hemos de saber encontrar el sentido de las cosas, y darle valor a lo que realmente es primordial. No se trata de rechazar sin más aquello que no nos guste o muchas veces se pueda convertir en una rutina de nuestra vida, sino saberle encontrar el sentido y el valor a lo que hacemos. Siempre tenemos que buscar el valor de la persona, siempre busquemos el mejor trato que podamos tener con los que están a nuestro lado, siempre llenemos de nuestro corazón de compasión y misericordia para saber comprender, para saber valorar, para saber descubrir también la riqueza espiritual que podemos encontrar en la otra persona.

Algunos le preguntaban a Jesús si venía a abolir la ley porque quería hacer algo nuevo, pero otros se aferraban a sus costumbres y rituales, aunque algunas veces hubieran perdido su sentido al realizarlas. Ahora andaban muy preocupados por el tema de los ayunos y de las penitencias que habían de imponerse o por los cumplimientos escrupulosos del descanso sabático.

Estaban los estrictos en la ley y en sus normas como eran los fariseos que lo llevaban hasta el escrúpulo más opresivo; había escuchado a Juan, por otra parte, cuando preparaba los caminos del Señor que les invitaba a la conversión para entender y aceptar el mundo nuevo que llegaba, pero para muchos aquellas palabras de Juan parecía que se quedaban en una invitación al ayuno. ¿No pedía Juan la conversión de sus corazones para poder aceptar al Mesías? Aquel enderezar caminos iba con ese sentido de renovación profunda de los corazones, pero quizá con las influencias de los que parecían los mayores cumplidores de la sociedad, como eran los fariseos, todo se había quedado en recordar los ayunos, por aquella austeridad que Juan había vivido en el desierto.

Ahora reclaman a Jesús que sus discípulos no ayunaban o hacían lo que no estaba permitido el sábado cuando arrancaban espigas en el camino para estrujarlas en sus manos y echarse a la boca unos granos. Ante la terquedad y cerrazón de aquellos corazones Jesús les dice que si no recuerdan lo que también está escrito en los profetas, misericordia quiero y no sacrificios. Era difícil de entender para algunos a los que parecía que la ley estaba por encima de todo. ¿De qué me vale todos los sacrificios que yo pueda ofrecer al Señor si mi corazón está encerrado en mi mismo y no soy capaz de tener la mínima compasión con el hermano que sufre a mi lado? ¿De qué me vale ese estricto cumplimiento de la ley si no soy capaz de ser compasivo y misericordioso con los demás?

Miremos si eso nos sigue pasando a nosotros hoy. Yo soy el primero que me miro a mi mismo cuando os hago estas reflexiones y no es que yo brille con mucha luz. No podemos faltar a la Iglesia para ir a misa el domingo, pero no tengo compasión con el que me encuentro en el camino, no soy capaz de perdonar al vecino al que le sigo guardando rencor por algo que me hizo y yo no olvido y al que no le dirijo la palabra. ¿Dónde está esa misericordia en mi vida? ¿Dónde reflejo yo con mis actos la misericordia del Señor de la que tengo que ser signo?

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