Llenemos
de nuestro corazón de compasión y misericordia para saber comprender, valorar y
descubrir toda la riqueza espiritual que podemos encontrar en el otro
Isaías 38, 1-6. 21-22. 7-8; Sal.: Is. 38,
10-12; Mateo 12, 1-8
Algunas veces
somos incongruentes y contradictorios. Según nos vaya o nos pueda ir, aceptamos
o no aquello que nos parece que más nos conviene. Somos los más rebeldes del
mundo a todo lo que signifique norma que para nosotros pueda representar
imposición, pero nos llenamos de reglamentos, de protocolos, de reglas de todas
clases con las que decimos que pretendemos tener todo muy asegurado y en orden
para saber en todo momento lo que tenemos que hacer. Y entretenidos andamos con
esos protocolos pero hacemos las cosas sin vida, sin hondura, sin encontrarle
un hondo significado y valor. ¿De qué nos vale que andemos así?
Pero esto no
es nuevo, esto es algo que siempre nos ha sucedido, pero no por eso debemos de
contentarnos, relajarnos o no darle importancia. Creo que en nuestra madurez
humana hemos de saber encontrar el sentido de las cosas, y darle valor a lo que
realmente es primordial. No se trata de rechazar sin más aquello que no nos
guste o muchas veces se pueda convertir en una rutina de nuestra vida, sino
saberle encontrar el sentido y el valor a lo que hacemos. Siempre tenemos que
buscar el valor de la persona, siempre busquemos el mejor trato que podamos
tener con los que están a nuestro lado, siempre llenemos de nuestro corazón de
compasión y misericordia para saber comprender, para saber valorar, para saber
descubrir también la riqueza espiritual que podemos encontrar en la otra
persona.
Algunos le
preguntaban a Jesús si venía a abolir la ley porque quería hacer algo nuevo,
pero otros se aferraban a sus costumbres y rituales, aunque algunas veces
hubieran perdido su sentido al realizarlas. Ahora andaban muy preocupados por
el tema de los ayunos y de las penitencias que habían de imponerse o por los
cumplimientos escrupulosos del descanso sabático.
Estaban los
estrictos en la ley y en sus normas como eran los fariseos que lo llevaban
hasta el escrúpulo más opresivo; había escuchado a Juan, por otra parte, cuando
preparaba los caminos del Señor que les invitaba a la conversión para entender
y aceptar el mundo nuevo que llegaba, pero para muchos aquellas palabras de
Juan parecía que se quedaban en una invitación al ayuno. ¿No pedía Juan la
conversión de sus corazones para poder aceptar al Mesías? Aquel enderezar
caminos iba con ese sentido de renovación profunda de los corazones, pero quizá
con las influencias de los que parecían los mayores cumplidores de la sociedad,
como eran los fariseos, todo se había quedado en recordar los ayunos, por
aquella austeridad que Juan había vivido en el desierto.
Ahora
reclaman a Jesús que sus discípulos no ayunaban o hacían lo que no estaba
permitido el sábado cuando arrancaban espigas en el camino para estrujarlas en
sus manos y echarse a la boca unos granos. Ante la terquedad y cerrazón de
aquellos corazones Jesús les dice que si no recuerdan lo que también está
escrito en los profetas, misericordia quiero y no sacrificios. Era
difícil de entender para algunos a los que parecía que la ley estaba por encima
de todo. ¿De qué me vale todos los sacrificios que yo pueda ofrecer al Señor si
mi corazón está encerrado en mi mismo y no soy capaz de tener la mínima
compasión con el hermano que sufre a mi lado? ¿De qué me vale ese estricto
cumplimiento de la ley si no soy capaz de ser compasivo y misericordioso con
los demás?
Miremos si
eso nos sigue pasando a nosotros hoy. Yo soy el primero que me miro a mi mismo
cuando os hago estas reflexiones y no es que yo brille con mucha luz. No
podemos faltar a la Iglesia para ir a misa el domingo, pero no tengo compasión
con el que me encuentro en el camino, no soy capaz de perdonar al vecino al que
le sigo guardando rencor por algo que me hizo y yo no olvido y al que no le
dirijo la palabra. ¿Dónde está esa misericordia en mi vida? ¿Dónde reflejo yo
con mis actos la misericordia del Señor de la que tengo que ser signo?
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