La cuestión
final no está en haber visto al prójimo, saber que está ahí y cuál es la
situación en la que se encuentra, sino en portarse como prójimo con él
Deuteronomio 30, 10-14; Sal 68; Colosenses
1, 15-20; Lucas 10, 25-37
No es lo
mismo ver a alguien que encontrarse con una persona. Habrá sucedido más de una
vez vamos por la calle y vemos a alguien a lo lejos, pero buscamos la manera de
desviarnos para no encontrarnos con ella. La viste, pero no te encontraste.
Muchas razones (¿?) porque no nos apetecía, porque te iban a decir si me veían
con esa persona, no era de mi agrado, un día me dijeron, es una latosa y no
quiero perder el tiempo… mil razones que nos buscamos, mil disculpas, mil
disimulos, mil vueltas y más vueltas.
Como cuando
hacemos preguntas que ya de antemano sabemos la respuesta, pero a ver qué me
dice, o a ver la vuelta que le puedo dar, o no queremos entender y volver con
la pregunta es dar más vueltas para olvidarnos de lo que sabemos que es lo
principal, o queremos que la respuesta coincida con mis intereses, mis
planteamientos y nos volvemos retorcidos en lo que preguntamos porque queremos
hacer decir lo que a nosotros nos conviene.
Cosas así
estamos viendo en el evangelio de hoy. Aquel letrado se acercó a Jesús con una
pregunta que para el letrado ya estaba en sí misma contestada. ‘Maestro,
¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?’ ¿Preguntaba por los
mandamientos? La primera respuesta que le da Jesús es hacerle repetir lo que
todos sabían bien de memoria, lo que estaba escrito en la ley, lo que todo buen
judío repetía casi como una oración cada vez que salía o entraba de casa. Pero
buscaba recetas, a ver unas cuantas cosas que no sean muy difíciles que yo haga
y repita y con eso ya está todo logrado. Pero el mandamiento del Señor no son
recetas, no es una simple lista de cosas que tengamos que hacer y ya nos
quedamos tranquilos.
Cuando es el mismo letrado el que ahora tendrá
que responder a la pregunta de Jesús
sobre lo que está escrito en la ley, ‘Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu
corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza y con toda tu mente. Y a tu
prójimo como a ti mismo’, Jesús le dirá que lo haga y que tendrá vida. Pero
parece que para él no ha habido la respuesta que buscaba. Por eso preguntará ‘y,
¿quién es mi prójimo?’
Pero al final, cuando hayamos terminado
de escuchar todo lo que ahora nos dice Jesús con la parábola, quizá más que
preguntarse quién es tu prójimo será preguntarse si uno se comporta como prójimo
de aquellos con los que nos encontramos por el camino. Porque no podemos ir por
la vida no queriendo ver a las personas para no encontrarnos con ellas, como ya
decíamos al principio. Es no tener miedo de encontrarte de frente con esa
persona que está gimiendo bajo el peso de su dolor, que está ante tí con sus
desgarros en el alma, que lo tenemos ante los ojos no ya tanto con una ropa
andrajosa sino quizá con diferencias en la vida que nos pudieran repugnar
porque nos vamos haciendo tantas distinciones y diferencias que siempre tenemos
que ven algún tipo de andrajo en la otra persona para no querer acercarnos a
ella.
Y eres tú, y yo soy el que tiene que
portarse como prójimo de esa persona, porque nos ponemos en su cercanía, a su
lado, porque sentimos el gemido de su dolor o sus lágrimas nos pueden salpicar y
tenemos que ser paño de lágrimas para esa persona, porque tendemos nuestra mano
sin ningún temor de contagio (ahora nos saludamos chocando los codos) porque
queremos curar sus heridas, porque queremos acompañarle en ese camino que está
haciendo, porque vamos a llevarla del brazo en ese estado de recuperación de
dignidad que quizás pueda necesitar y nosotros le vamos a ofrecer.
No me entretengo en detalles de la
parábola que son de muy rico significado porque ya todos los conocemos y lo
habremos meditado muchas veces. Queda esa última pregunta que ahora es Jesús el
que la hace, nos la hace. ‘¿Cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo
del que cayó en manos de los bandidos?’ Porque la cuestión final no está en
haber visto a ese prójimo, saber que está ahí y cuál es la situación en la que
se encuentra, sino en portarse como prójimo con él. No nos valen disculpas, no
nos valen los rodeos, no nos vale el hacernos los ciegos o desentendidos, lo
importante es lo que hacemos. ‘Anda
y haz tú lo mismo’, nos
dice Jesús.
Y cuando estamos haciendo esto estamos
mostrando de verdad lo que es el amor que a Dios le tenemos. Por eso, ya en el
mismo texto de la Ley junto a lo que ha de ser, cómo ha de ser el amor que le
tengamos a Dios, ‘con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu
fuerza y con toda tu mente’, inmediatamente se nos dice, ‘y a tu prójimo
como a tí mismo’.
Como nos decía el libro del
Deuteronomio, ‘este precepto que yo te mando hoy no excede tus fuerzas, ni
es inalcanzable. No está en el cielo…,.ni está más allá del mar… El mandamiento
está muy cerca de tí: en tu corazón y en tu boca, para que lo cumplas’.
Dios no nos obliga a hacer cosas porque sí, lo que quiere el Señor es que
vivamos con toda dignidad, pero no solo pensando en nosotros mismos sino
pensando en la dignidad y grandeza de los demás que por eso siempre merecerán
nuestro amor. Es el amor el que en verdad nos hace grandes porque en verdad nos
hace parecernos a Dios, tan bien reflejado en su misericordia en la parábola
que Jesús nos ofrece. Es lo que en verdad hemos de preocuparnos de hacer.
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