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domingo, 19 de diciembre de 2021

Una sintonía de fe y de esperanza con una comunión profunda en el amor se dio es el encuentro entre María e Isabel y ejemplo y estímulo para nosotros ante la cercana Navidad

 


Una sintonía de fe y de esperanza con una comunión profunda en el amor se dio es el encuentro entre María e Isabel y ejemplo y estímulo para nosotros ante la cercana Navidad

Miqueas 5, 1-4ª; Sal 79; Hebreos 10, 5-10; Lucas 1, 39-45

¿Qué sucede en nuestros hogares, entre nuestros vecinos cuando acontece algo extraordinario o ha llegado una buena noticia? La persona que ha recibido una noticia de algo importante que le afecta muy directamente va corriendo al encuentro del familiar de más confianza, o la vecina más cercana con quien comparte sus cosas para contarle lo que le ha sucedido o de lo que se ha enterado. Lo bueno que nos produce una gran alegría no lo podemos tener guardado mucho tiempo; y es que lo bueno tiene que difundirse, la alegría no puede contenerse, lo que es grande e importante para uno no se puede tener callado mucho tiempo.

¿Por qué no pensar así en los acontecimientos que estos días nos está narrando el evangelio? ¿Por qué no pensar de manera semejante en lo que le ha sucedido a María que corre presurosa a la montaña de Judea para ir al encuentro de su prima Isabel? Aquella visita inesperada de María, venida desde la lejana Galilea – entonces no había teléfonos ni nuestras redes sociales de hoy para anunciar previamente la llegada – coge de sorpresa a Isabel pero bien sabemos que las personas con gran sensibilidad intuyen rápidamente si que previamente se lo digan lo que ha podido suceder. De ahí, pensando solamente humanamente, podemos entender la alegría de Isabel y cómo pronto su voz se convierte en alabanzas para María, pero también para Dios en quien una mujer creyente como Isabel sabe descubrir detrás de todo cuanto sucede.

Estamos hablando quizá en principio solo desde unas sintonías humanas, pero sabemos que en el corazón de aquellas mujeres había mucho más. Era la mujer creyente que ya en ella había experimentado la misericordia del Señor que le había concedido el don de la maternidad en una edad tan prolongada como ella tenía, y por eso mejor podía tener la intuición, podríamos decir, pero mejor decir la revelación que Dios estaba haciendo en su corazón del misterio que ante ella se estaba manifestando. Dios también se había manifestado misericordioso con ella – así lo manifestaban incluso los vecinos al enterarse de la maternidad que se estaba gestando en la anciana Isabel - y no podía ser menos que hubiera una sintonía especial de Dios en su corazón.


Entendemos así las palabras de Isabel en su encuentro con María. ‘¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?’ Es el reconocimiento por parte de Isabel del misterio de Dios que se está realizando en María. Por eso exclamará con toda la fuerza de su corazón la alabanza a María y la alabanza a Dios. ‘¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!’ Es bendecida María, pero se reconoce que el fruto de las entrañas de María merece también toda alabanza y toda bendición. 

Maravillas se estaban realizando porque también el fruto de sus entrañas era santificado con la presencia de María que era en este caso presencia especial de Dios. ‘Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre’. Siempre hemos visto en este momento como una especial consagración de Juan el Bautista para la especial misión que había de realizar. Era el elegido del Señor para ser el profeta del Altísimo, y la misión que había de desempeñar posteriormente allá en el desierto de Judea se adelanta de alguna manera cuando desde el seno de su madre está sintiendo la presencia de aquel cuya venida había de anunciar y cuyos caminos había de preparar.

Y si hemos venido hablando de una mujer creyente en referencia a Isabel será ahora ella la que proclame y bendiga la fe de María. ‘Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá’. De nadie mejor podría salir esta alabanza que de una mujer profundamente creyente que estaba experimentando en si misma el amor y la misericordia del Señor. Es como la primera bienaventuranza que nos aparecerá en el evangelio y está dirigida a María, la mujer creyente, la mujer que se puso en la manos de Dios, la mujer que se sentía inundada por la presencia y la gracia de Dios – así la saludó el ángel -, la mujer que escuchó la voz de Dios en su corazón y se dejó guiar por Dios para sentirse pequeña aunque reconociese que el Señor estaba obrando cosas maravillosas en ella pero que no era sino la humilde esclava del Señor para que se cumpliera en ella la Palabra de Dios anunciada por el ángel.

Un hermoso recorrido que se nos ofrece en este último domingo de Adviento en la cercanía ya de la celebración de la Navidad. ¿Seremos capaces nosotros también de ir corriendo al encuentro con los demás para recordar cuál es el verdadero misterio que estos días celebramos? Que no son unas fiestas más, como cualquier fiesta que por cualquier motivo celebremos en cualquier otro momento. Celebraremos Navidad, celebramos el misterio inmenso y maravilloso de que Dios ha querido hacerse hombre encarnándose en el seno de María para ser en verdad Dios con nosotros.

No digamos solamente felices fiestas, digamos con todo el sentido y profundidad ‘Feliz Navidad’, porque eso es lo que verdaderamente estaremos celebrando. Un acontecimiento para toda la humanidad, la historia de nuestro mundo se ha dividido desde entonces en desde antes del nacimiento de Cristo y después del nacimiento de Cristo. No pretendamos corregir la historia, como tantos ahora quieren hacer en muchos acontecimientos históricos. A nadie ofendemos con esta proclamación, pero para todos es una inmensa alegría que nosotros podamos anunciarlo y no queremos privar a nadie de esa felicidad.

Aprendamos a tener la sintonía de la fe, para abrirnos a Dios y sentir el misterio de Dios que en nosotros también se realiza, pero también para que en esa sintonía de la fe seamos capaces de comunicarnos los unos con los otros. Nos decimos creyentes y cristianos y estamos los unos junto a los otros tantas veces y parece como si no hubiera ninguna sintonía entre nosotros, porque no nos comunicamos en verdad lo que llevamos dentro de nosotros. Qué maravilla de diálogo se nos ofrece hoy entre aquellas dos mujeres creyentes, María e Isabel; sin comunicarse se estaban comunicando lo que más hondo llevaban dentro de sí mismas. Seamos capaces de tener entre nosotros esa hermosa comunicación de la fe, esa sintonía de la esperanza y esa comunión del amor.

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