Una
sintonía de fe y de esperanza con una comunión profunda en el amor se dio es el
encuentro entre María e Isabel y ejemplo y estímulo para nosotros ante la
cercana Navidad
Miqueas 5, 1-4ª; Sal 79; Hebreos 10, 5-10;
Lucas 1, 39-45
¿Qué sucede
en nuestros hogares, entre nuestros vecinos cuando acontece algo extraordinario
o ha llegado una buena noticia? La persona que ha recibido una noticia de algo
importante que le afecta muy directamente va corriendo al encuentro del
familiar de más confianza, o la vecina más cercana con quien comparte sus cosas
para contarle lo que le ha sucedido o de lo que se ha enterado. Lo bueno que
nos produce una gran alegría no lo podemos tener guardado mucho tiempo; y es
que lo bueno tiene que difundirse, la alegría no puede contenerse, lo que es
grande e importante para uno no se puede tener callado mucho tiempo.
¿Por qué no
pensar así en los acontecimientos que estos días nos está narrando el
evangelio? ¿Por qué no pensar de manera semejante en lo que le ha sucedido a
María que corre presurosa a la montaña de Judea para ir al encuentro de su
prima Isabel? Aquella visita inesperada de María, venida desde la lejana
Galilea – entonces no había teléfonos ni nuestras redes sociales de hoy para
anunciar previamente la llegada – coge de sorpresa a Isabel pero bien sabemos
que las personas con gran sensibilidad intuyen rápidamente si que previamente
se lo digan lo que ha podido suceder. De ahí, pensando solamente humanamente,
podemos entender la alegría de Isabel y cómo pronto su voz se convierte en
alabanzas para María, pero también para Dios en quien una mujer creyente como
Isabel sabe descubrir detrás de todo cuanto sucede.
Estamos
hablando quizá en principio solo desde unas sintonías humanas, pero sabemos que
en el corazón de aquellas mujeres había mucho más. Era la mujer creyente que ya
en ella había experimentado la misericordia del Señor que le había concedido el
don de la maternidad en una edad tan prolongada como ella tenía, y por eso
mejor podía tener la intuición, podríamos decir, pero mejor decir la revelación
que Dios estaba haciendo en su corazón del misterio que ante ella se estaba
manifestando. Dios también se había manifestado misericordioso con ella – así
lo manifestaban incluso los vecinos al enterarse de la maternidad que se estaba
gestando en la anciana Isabel - y no podía ser menos que hubiera una sintonía
especial de Dios en su corazón.
Entendemos así las palabras de Isabel en su encuentro con María. ‘¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?’ Es el reconocimiento por parte de Isabel del misterio de Dios que se está realizando en María. Por eso exclamará con toda la fuerza de su corazón la alabanza a María y la alabanza a Dios. ‘¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!’ Es bendecida María, pero se reconoce que el fruto de las entrañas de María merece también toda alabanza y toda bendición.
Maravillas se estaban realizando porque
también el fruto de sus entrañas era santificado con la presencia de María que
era en este caso presencia especial de Dios. ‘Pues, en cuanto tu saludo
llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre’. Siempre
hemos visto en este momento como una especial consagración de Juan el Bautista
para la especial misión que había de realizar. Era el elegido del Señor para
ser el profeta del Altísimo, y la misión que había de desempeñar posteriormente
allá en el desierto de Judea se adelanta de alguna manera cuando desde el seno
de su madre está sintiendo la presencia de aquel cuya venida había de anunciar
y cuyos caminos había de preparar.
Y si hemos venido hablando de una mujer
creyente en referencia a Isabel será ahora ella la que proclame y bendiga la fe
de María. ‘Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el
Señor se cumplirá’. De nadie mejor podría salir esta alabanza que de una
mujer profundamente creyente que estaba experimentando en si misma el amor y la
misericordia del Señor. Es como la primera bienaventuranza que nos aparecerá en
el evangelio y está dirigida a María, la mujer creyente, la mujer que se puso
en la manos de Dios, la mujer que se sentía inundada por la presencia y la
gracia de Dios – así la saludó el ángel -, la mujer que escuchó la voz de Dios
en su corazón y se dejó guiar por Dios para sentirse pequeña aunque reconociese
que el Señor estaba obrando cosas maravillosas en ella pero que no era sino la
humilde esclava del Señor para que se cumpliera en ella la Palabra de Dios
anunciada por el ángel.
Un hermoso recorrido que se nos ofrece
en este último domingo de Adviento en la cercanía ya de la celebración de la
Navidad. ¿Seremos capaces nosotros también de ir corriendo al encuentro con los
demás para recordar cuál es el verdadero misterio que estos días celebramos?
Que no son unas fiestas más, como cualquier fiesta que por cualquier motivo
celebremos en cualquier otro momento. Celebraremos Navidad, celebramos el
misterio inmenso y maravilloso de que Dios ha querido hacerse hombre encarnándose
en el seno de María para ser en verdad Dios con nosotros.
No digamos solamente felices fiestas,
digamos con todo el sentido y profundidad ‘Feliz Navidad’, porque eso es lo que
verdaderamente estaremos celebrando. Un acontecimiento para toda la humanidad,
la historia de nuestro mundo se ha dividido desde entonces en desde antes del
nacimiento de Cristo y después del nacimiento de Cristo. No pretendamos
corregir la historia, como tantos ahora quieren hacer en muchos acontecimientos
históricos. A nadie ofendemos con esta proclamación, pero para todos es una
inmensa alegría que nosotros podamos anunciarlo y no queremos privar a nadie de
esa felicidad.
Aprendamos a tener la sintonía de la
fe, para abrirnos a Dios y sentir el misterio de Dios que en nosotros también
se realiza, pero también para que en esa sintonía de la fe seamos capaces de comunicarnos
los unos con los otros. Nos decimos creyentes y cristianos y estamos los unos
junto a los otros tantas veces y parece como si no hubiera ninguna sintonía
entre nosotros, porque no nos comunicamos en verdad lo que llevamos dentro de
nosotros. Qué maravilla de diálogo se nos ofrece hoy entre aquellas dos mujeres
creyentes, María e Isabel; sin comunicarse se estaban comunicando lo que más
hondo llevaban dentro de sí mismas. Seamos capaces de tener entre nosotros esa
hermosa comunicación de la fe, esa sintonía de la esperanza y esa comunión del
amor.
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