No
temamos los vientos en contra o la mala semilla sembrada también en nuestro
entorno, hagamos que se avive el fuego del Espíritu para mantenernos íntegros en
fidelidad
Éxodo 24,3-8; Sal 49; Mateo 13, 24-30
Cuántas veces no habremos sentido
brotar la ira dentro de nosotros ante una injusticia que contemplamos que están
haciendo con alguien y en nuestro furor si estuviera de nuestra mano
quitaríamos de en medio a esas personas con esos comportamientos. Algunas veces
sentimos la tentación de querer erradicar el mal que contemplamos en nuestro
entorno, de arreglar lo que vemos mal que sucede en nuestro mundo desde esa
violencia que nos brota en nosotros y que hasta en el fondo sentimos que es
justa y con lo que aniquilaríamos ese mal de nuestro mundo, pensando que así lo
arreglamos. En nuestra ira ciega algunas veces queremos incluso involucrar la
justicia divina pidiendo castigos para esos malvados.
Creo que nos damos cuenta que entrando
en esa espiral violenta no vamos a dar solución a los problemas, que otros tendrían
que ser nuestros métodos, y que el mal que queremos erradicar con violencia
engendra más violencia conviviéndose al final en una espiral que no tiene fin.
Otros son los caminos de Dios, nos viene a decir el evangelio, y algunas veces
por muchas actitudes que mantenemos en ese sentido parece que no llegamos a
entenderlo. Hay un fuego que se enciende dentro de nosotros que es difícil de
contener y de apagar, pero ojalá ese brío interior fuera para lo bueno y para
seguir unos caminos de paz en la vida.
Creo que en este sentido nos habla hoy
la parábola que nos propone Jesús. El hombre que siembra buena simiente en su
campo, pero que pronto verá cómo surge en medio la mala cizaña que un enemigo
suyo también dispersó en su campo. Allá van los obreros que trabajaban para
aquel hombre con buena voluntad ofreciéndose para ir arrancando planta a planta
aquella mala semilla que ha brotado en su campo. Pero la sabiduría, el buen
saber hacer de aquel hombre no lo permite; dejen que crezcan juntas que a la
hora de la siega haremos la separación de frutos, les dice. Parece algo
impensable, ¿cómo dejar crecer a unos y otros juntos? Qué mala influencia
pueden recibir los unos de los otros, pensamos quizá también nosotros.
Siempre recuerdo el comentario de un
agricultor en una zona donde a partir de la primavera y principios de verano
solían azotar fuertes vientos. Cultivaban maíz en aquellos terrenos y me
parecía a mi, ignorante de las cosas como allí sucedían, que eran muy dañino
para la cosecha aquellos vientos; pero en aquella sabiduría popular me
respondían que el maíz que crecía con viento se hacía fuerte en el tallo desde
su nacimiento y mientras crecía; que si un año parecía bueno porque no había
aparecido el viento, al final cuando apareciese sería mucho más dañino porque
se encontraría una planta débil que sería fácilmente arrasada.
Me hizo recordar el mensaje de esta
parábola, de la realidad de nuestro mundo donde crecemos juntos los malos y los
buenos; precisamente en esa adversidad de encontrarnos quizás rodeados del mal
nos hace que en nuestra búsqueda de fidelidad, en nuestros deseos del bien
actuar y con justicia nos fortalecemos frente a ese mal que nos rodea y al
final puede resplandecer mejor nuestra fidelidad y nuestra integridad.
Nos costará, pero la adversidad nos
hace fuertes; han sido los momentos de la Iglesia en que se ha visto más
azotada por un mundo adverso o por persecuciones cuando más fuerte ha aparecido
la vitalidad de la Iglesia; siempre hemos escuchado aquello de que la sangre
de los mártires es semilla de cristianos.
Pero cuando nos hemos acostumbrado a
una cristiandad cómoda que se nos han facilitado mucho las cosas quizás desde
los mismos poderes de este mundo, hemos podido caer más fácilmente en la
manipulación, pero también decae la vitalidad y la energía de los cristianos.
Los tiempos de tibieza son las mejores pendientes para ir resbalando hacia la
mediocridad que terminará en un fuerte enfriamiento espiritual. Cuando nos
acomodamos caemos en la rutina y podemos hasta perder el verdadero sentido de
nuestro ser.
No temamos a la dificultad, a los
vientos en contra, a la mala semilla que podamos ver sembrada también en
nuestro entorno; que eso nos despierte y avive en nosotros el fuego del Espíritu
para mantenernos íntegros y fieles hasta el final. Así resplandecerá el nombre
cristiano y así construiremos mejor el Reino de Dios.
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