La
fiesta del Apóstol Santiago nos recuerda las profundas raíces cristianas de
nuestra vida pero nos hace ahondar en esa fe para proclamarla con valentía,
orgullo y alegría
Hechos
4, 33; 5, 12. 27-33; 12, 2; Sal 66; 2Corintios 4,7-15; Mateo 20, 20-28
Celebrar la fiesta del Apóstol Santiago
es fruto de una hermosa tradición pero que ha de hacernos ahondar en las
profundas raíces de nuestra fe para seguir proclamando el testimonio de la
misma en el mundo en el que vivimos.
Es una antigua tradición arraigada en
nuestros corazones con el paso de los siglos y que sitúa el sepulcro del
apóstol en nuestra tierra, en Compostela. Pero una tradición que había situado
anteriormente al apóstol predicando el evangelio de Jesús en nuestras tierras
españolas con lo cual nuestra fe se hace verdaderamente apostólica en cuanto el
mensaje del evangelio lo recibimos en nuestra tierra de la boca y testimonio de
uno de los apóstoles.
Cortos fueron los años que
trascurrieron desde el mandato de Jesús en su Ascensión al cielo de ir por el
mundo anunciando el evangelio y el hecho de la muerte de Santiago, como hoy
mismo nos ha relatado el texto de los Hechos de los Apóstoles. Pero fueron
suficientes para que el apóstol llegara hasta lo que entonces era el
Finisterre, el fin de la tierra conocida. No nos ha de extrañar cuando al
apóstol Pablo también en pocos años le vemos recorrer repetidas veces el Mediterráneo
de un lado para otro anunciando también el evangelio de Jesús.
Aunque la tradición nos habla de esa
predicación y presencia del apóstol en nuestra tierra, nuestra fe es mucho más
que una tradición que pretendemos salvaguardar. Justo es sin embargo que
recordemos las raíces cristianas que tiene nuestra cultura y que manifiesta una
razón y una manera de ser de los hombres y mujeres de nuestra tierra impregnada
del sabor del evangelio y del sentido cristiano de nuestra vida.
No se llegaría tampoco a comprender
plenamente nuestra historia y todas las manifestaciones de nuestra cultura y el
patrimonio cultural de nuestra tierra sin ese sabor y sentido cristiano.
Algunos pretenderán destruirlo o cambiarle su sentido, pero es algo que no
podemos permitir y esos signos de nuestra fe han de permanecer como testimonio
de la fe y de la vida de nuestros antepasados que en el evangelio encontraron
el sentido de sus vidas.
Es lo que de nuevo tenemos que hacer
reverdecer en nuestras vidas. Muchas veces se ha diluido o apagado el brillo y
el color de nuestra fe influenciada por muchas cosas. Pero es algo que tenemos
que restaurar con viveza para darle de nuevo a nuestras vidas el brillo de
nuestra fe en Jesús. Por eso una celebración como la que en este día hacemos
del Apóstol que predicó el evangelio en nuestras tierras tiene que ser un
despertar esa fe que muchas veces parece dormida.
Que de nuevo nos impregnemos del brillo
del evangelio dejándonos transformar por él. Que de ninguna manera nos
acobardemos ante las corrientes adversas que nos podamos encontrar; que no se
nos quede en unas bonitas tradiciones que hayan perdido su vitalidad porque además
sabemos muy bien que hay muchos que quisieran tergiversar ese espíritu
religioso de nuestras vidas y ese sentido cristiano que nos da el evangelio.
Como nos decía el Apóstol en la carta a
los Corintios que hemos escuchado, ‘atribulados en todo, mas no aplastados;
apurados, mas no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados,
mas no aniquilados, llevando siempre y en todas partes en el cuerpo la muerte
de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo’.
Es como tenemos que sentirnos firmes y
valientes en nuestra fe. Nada nos puede acobardar; ni aplastados, ni
desesperados, ni abandonados sino siempre gozosos por el gran tesoro que
portamos. Es un tesoro que no tiene precio; cuando hemos encontrado la fe en
nuestra vida todo se transforma, todo se hace distinto, todo se llena de luz.
Sabemos, como nos decía el apóstol, que somos como vasijas de barro, por
nuestra debilidad, pero la fortaleza la tenemos en el Señor.
Esa cruz tan presente en los caminos de
España, tan presente en ese camino de Santiago que conduce a la tumba del
Apóstol, no es un adorno más o menos artístico, sino que nos está recordando
donde tenemos la fortaleza de nuestra fe. La cruz no es signo de derrota sino
de victoria. Nuestro camino se hace muchas veces calvario, pero nuestro camino
es un camino de felicidad porque es un camino de amor.
Es lo que le recordó Jesús a Santiago y
Juan cuando le estaban pidiendo primeros puestos en su reino. ‘¿Podéis beber
el cáliz que yo he de beber?’ Los apóstoles estaban decididos aunque en
principio por sus ambiciones no fueran capaces de captar todo su sentido. Pero
Jesús les recuerda que su grandeza está en el amor, en el servicio que nunca
será una esclavitud, sino que siempre será una ofrenda de amor. Y el amor
siempre llena de alegría el corazón; por eso decíamos que es un camino de felicidad el que nos
propone Jesús.
Es el gozo y el orgullo más hermoso con
el que hemos de vivir y proclamar nuestra fe. Ahondemos, pues, en las raíces de
nuestra fe y que nuestro valiente testimonio esté lleno de alegría.
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