El
tesoro que hemos descubierto cuando nos hemos encontrado con Jesús que ilumina
nuestra vida por muchos que sean los cantos de sirena no lo perdamos
Éxodo 34,29-35; Sal 98; Mateo 13,44-46
¿Qué diríamos de aquel que tiene un
preciado tesoro en sus manos y lo desecha? Alguien podría pensar en quien tenía
un número de lotería en sus manos, pero lo desechó y escogió otro siendo
premiado aquel que había desechado. Pero en este caso anda por medio la suerte
y el azar y no depende tanto de la decisión de una persona que desecha algo
conocido como valioso; una joya, un cuadro, una obra de arte en un rastro que
quizás se le ofrecía, pero que no supo valorar y no quiso adquirirla. Los
ejemplos pueden ser múltiples.
Tenemos una joya en nuestras manos y no
sabemos valorarla. Nuestra fe, el evangelio, la gracia de Dios. Pero andamos
tan afanados por las cosas de la vida, tan arrastrados por un sensualismo que
se nos ofrece por todas partes, tan materializados en lo terreno de cada día,
tan olvidados de las cosas del espíritu que le damos muy poca importancia. Algo
que tenemos ahí pero que no sabemos descubrir la riqueza que tenemos. Y echamos
mano de la fe agarrándonos a ella como de un clavo ardiente cuando parece que
todo lo hemos perdido, que ya nada tiene sentido, pero tampoco sabemos
descubrir todo su valor, todo lo que puede aportar a nuestra vida. Se nos queda
en una tradición que hay que guardar, unas costumbres que no están mal, pero
que casi nos parecen cosas de otro tiempo, pero que la tenemos ahí como
escondida sin dejar que nos dé esa luz que nos ofrece y que nosotros tanto
necesitamos.
Y hoy nos habla Jesús del Reino de Dios
como ese tesoro que cuando lo encontramos seríamos capaces de vender todo lo
que tenemos por conseguirlo. Pero no siempre sabemos descubrirlo a pesar de
tenerlo en nuestras manos. En ese río revuelto de la vida son tantas las cosas
que se nos ofrecen que no llegamos a darnos cuenta que es lo que en verdad
tiene más valor.
Tenemos que saber tener ojos para descubrir ese tesoro, distinguiéndolo y separándolo de tantas otras cosas que al mismo tiempo se nos ofrecen; no todos son capaces de darse cuenta del valor de una perla preciosa; no todos son capaces de descubrir la belleza de una joya; un diamante para algunos les puede parecer un cristal más o menos brillante, pero no siempre sabemos descubrir su auténtico brillo y la belleza de sus aristas fina y delicadamente talladas. Hay que tener un ojo especial para captar su belleza y valor, hemos de aprender a mirarlo.
Es lo que tenemos que saber descubrir
en el evangelio. Es esa mirada nueva y distinta, ese oído profundo para captar
su verdadero mensaje. Quien no tiene ese buen oído y esa mirada luminosa verá
simplemente unas bonitas y encantadoras historias pero que nada nos pueden
decir para nuestra vida. Hay que saber entrar en una sintonía especial; tenemos
que aprender a sintonizar las ondas del Espíritu con las que podemos captar
toda su riqueza.
Claro que cuando lo descubramos, porque
realmente nos hayamos encontrado con Cristo en lo profundo de nuestra vida,
entonces seremos capaces de venderlo todo por adquirir ese tesoro. Los discípulos,
como nos narra el propio evangelio, cuando se encontraron de verdad con Jesús
lo dejaron todo para seguirle. Aunque luego estuviesen muchas veces reticentes,
con la tentación quizás de volverse atrás, pero se habían encontrado con Cristo
y ya no podían dejarlo, aunque tuvieran que pasar por las noches oscuras de la pasión.
Cuando nos encontremos con la fe en
nuestra vida, no significa que ya todo va a ser fácil a partir de ese momento;
volverán las noches oscuras, volverán las dudas y los miedos, aparecerán de
nuevo las tentaciones y los cantos de sirenas que nos querrán atraer de aquí y
de allá, pero hemos encontrado el tesoro, nos sentimos fortalecidos en nuestra
fe porque no nos faltará la fuerza del espíritu, seguiremos caminando queriendo
estar con Jesús.
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