Mensajeros del evangelio, enviados de Jesús con la misión del
anuncio del Reino de Dios, no para anunciarse a si mismos, sino para ser fieles
a la misión de quien los envía
Hechos 13, 13-25; Sal 88; Juan 13, 16-20
En la vida social,
política, económica o administrativa es normal el actuar para determinadas
acciones que haya que realizar a través de unos representantes que en nombre de
quien representan – valga la redundancia – actúan con todos los poderes que han
recibido de quien los envía para poder actuar en su nombre. Mientras no le es
revocado dicho poder, en muchos casos notarial, actúan en nombre de sus
representantes con todos sus poderes. No actúan por si mismos o según su
particular criterio sino conforme a quien los envía, pues actúan en su nombre y
no en nombre propio. Son los representantes del pueblo en un parlamento y en un
gobierno, son los que reciben un acta notarial de poder para realizar
determinadas acciones administrativas, son los embajadores que en nombre del
gobierno de su estado actúan como sus representantes ante otros gobiernos o
entidades de diversa índole.
Me hago esta previa
introducción a nuestra reflexión en torno al evangelio para intentar comprender
todo el alcance y sentido que tienen las palabras de Jesús a sus discípulos.
Los considera sus enviados; ese es también el sentido de la palabra apóstol, el
enviado, que en nombre Jesús tiene la misión de anunciar el evangelio. No
actuamos en nombre propio, no somos los protagonistas, actuamos en el nombre de
Jesús y con el mensaje de Jesús pues somos sus enviados. De eso es de lo que
nos está hablando Jesús en el texto que hoy escuchamos.
Esto nos tiene que
hacer pensar en la solemnidad y en la responsabilidad de fidelidad que he de
tener el anuncio del evangelio por parte de quienes de manera especial tienen
esta misión. Con el texto del evangelio estamos pensando en los apóstoles, y
con ello quienes como sucesores de aquellos apóstoles tienen también esa misión
dentro de la Iglesia.
Responsabilidad de
fidelidad por parte de quien tiene que hacer el anuncio del evangelio, pero
también de lealtad y de escucha fiel por parte de todos aquellos a los que
se nos hace el anuncio del evangelio.
Con qué seguridad han de hacer ese anuncio, y la seguridad no la tienen por si
mismos porque se sientan como poseedores de ese mensaje sino por cuanto como
enviados tienen la certeza de la asistencia del Espíritu de Jesús para hacer
tal anuncio. Saben que no están actuando solos y por si mismos sino con la
fuerza y la misión que han recibido del Señor. Es una exigencia para si mismos
para que no se anuncien a si mismos, sino que sean fieles al mensaje del
evangelio; no son sus ocurrencias e interpretaciones particulares lo que tienen
que anunciar sino el mensaje del evangelio de Jesús. Mal servicio le hacen al
evangelio cuando solo anuncian esas ocurrencias más o menos en ocasiones
gracias del momento.
Con qué respeto
tenemos que escuchar ese anuncio, con qué sinceridad hemos de tener esos oídos
atentos y abiertos para recibir con fidelidad el mensaje, con qué
disponibilidad y apertura del espíritu hemos de ir al encuentro con la palabra
del Señor que se nos anuncia. Qué buena tierra bien preparada hemos de procurar
ser para que caiga esa semilla en nosotros y pueda dar fruto. Qué fe hemos de
tener que nos da la seguridad de que quien nos hace ese anuncio es un mensaje
del Evangelio, un enviado del Señor.
Pero al mismo tiempo
tenemos que hacernos otra consideración. Esa misión del anuncio del mensaje del
Evangelio no está reservada solo para unos determinados mensajeros – aunque en
la Iglesia tengamos unos ministros sagrados que han recibido esa especial
misión – sino que es misión de todo cristiano. Todo cristiano tiene que ser con
el testimonio de su vida, pero también con el anuncio de su palabra un
mensajero del evangelio, alguien que se siente también enviado del Señor con
esa misión de ser testigo, de dar testimonio ante el mundo que le rodea. Nos
tenemos que sentir también los enviados del Señor, los mensajeros del
evangelio.
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