Corramos el riesgo de escuchar la voz del Buen Pastor que nos
llama y nos guía por senderos que nos conducen a la plenitud
Hechos 11, 19-26; Sal 86; Juan 10, 22-30
‘Vosotros no creéis,
porque no sois ovejas mías…’ así reacciona Jesús ante la incredulidad de los judíos.
Escuchaban sus palabras, veían sus obras, podían seguir con todo detalle lo que
era su vida, porque hablaba y actuaba públicamente. Cuando le juzgan ante el
sanedrín esa es la respuesta que da Jesús; El ha actuado públicamente, todo el
mundo conoce sus palabras, sus obras, su vida. Pregunten a toda esa gente. Pero
no creen.
Nos topamos en la vida
con personajes, con personas, que a nosotros que nos parece tan natural creer,
nos extraña que no tengan fe. Son personas buenas, personas que obran con
rectitud de conciencia, que tienen unos principios y unos valores, que brillan
delante de los demás por su moderación y su sensatez, pero que no hay quien lo
haga entrar en el ámbito de la fe. Personas incluso nos encontramos que tienen
grandes conocimientos por su cultura y su formación, que incluso saben mucho de
la Iglesia e incluso de la Biblia. Pero se quedan en un humanismo sin
trascendencia, se quedan en una vida de la que han excluido toda manifestación
religiosa, hacen sus explicaciones de la religión, de la historia de los
evangelios o de Jesús pero les falta darle el toque sobrenatural a la obra y a
la vida de Jesús, se quedan quizás en un Jesús histórico, pero solo como un
persona importante para la historia. No entran en el ámbito de la fe.
Efectivamente, no
entran en el ámbito de la fe. Eso ya les sobrepasa; pueden entender incluso un
algo espiritual de la persona pero llegar a través de ello al encuentro con
Dios será algo que les cuesta, algo que es imposible para ellos. Porque claro,
no son solo unos conocimientos que tengamos, es una trascendencia que le damos
a la vida mucho más de la trascendencia humana y terrena que podamos tener en
nuestra apertura al otro. Es una apertura distinta, con una dimensión
sobrenatural, es la apertura a la divinidad, al Dios creador y sustentador del
universo, y al Dios que es un Dios vivo al que podemos sentir en lo hondo del
corazón pero también en el actuar de la vida, en el sucederse de la cosas, en
los mismos acontecimientos que nos rodean y a veces nos zarandean.
Es el misterio de la
vida, es el misterio de la fe, es el misterio de Dios, ante el que tenemos que
abrirnos, ante el cual tenemos que dejarnos sorprender porque las respuestas no
serán nunca esas consideraciones humanas que nos podamos hacer. Para ello es
necesario una cierta humildad y docilidad, una apertura del corazón y una
confianza ante el misterio de Dios que se nos revela.
Quizá podamos tener
miedo a esa voz que podemos sentir allá en lo más hondo de nosotros mismos;
quizá nos resulte más cómodo no implicarnos ni complicarnos; quizás sea más
fácil seguir con nuestras rutinas de siempre que abrirnos a algo nuevo que nos
puede elevar de ese arrastrarnos de cada día; quizás nos damos cuenta de que
esa apertura a lo nuevo va a obligarnos a un cambio y a una transformación de
la vida.
Aprendamos a confiar y
arranquemos de nosotros esos miedos; lancémonos a ese abismo que sabemos seguro
que no es un vacío sino un cambio a una plenitud de la vida. Escuchemos sin
temor esa voz, esa llamada, ese silbo amoroso del pastor bueno que nos va a dar
los mejores pastos, el mejor sentido a la vida, la mayor plenitud que nosotros
por nosotros mismos jamás hubiéramos podido soñar. Lo podemos ver como un
riesgo, pero un riesgo que merece la pena afrontar porque nos llevará a una
plenitud de vida. Seamos las ovejas de ese Buen Pastor y pongamos toda nuestra
fe en El.
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