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domingo, 24 de noviembre de 2019

Algo hizo Jesús para que le proclamemos rey contemplándolo colgado de una cruz, ¿no tendríamos que hacer nosotros lo mismo cuando ponemos nuestra fe en El?


Algo hizo Jesús para que le proclamemos rey contemplándolo colgado de una cruz, ¿no tendríamos que hacer nosotros lo mismo cuando ponemos nuestra fe en El?

2Samuel 5,1-3; Sal 121; Colosenses 1,12-20; Lucas 23,35-43
Algo habrá hecho para que termine así, habremos dicho, pensado o escuchado en más de una ocasión cuando alguien que parecía que iba de triunfador en la vida o al menos así era tenido por muchos vemos que de pronto todas las cosas le van mal y se ve abocado al fracaso más estrepitoso. Lo decimos o pensamos cuando vemos el fracaso de muchos en la vida y, al margen ahora de nuestros sentimientos tradicionales de fe, podríamos decir, o alguno podría incluso con sarcasmo decir en referencia a Jesús y su muerte en la cruz. Un fracaso, cinco días antes las multitudes todavía le aclamaban a su llegada a la ciudad de Jerusalén, y ahora pocos días después un multitud frente al pretorio pide su muerte y además una muerte ignominiosa como es la muerte de cruz.
Pero más INRI, como se suele decir, vamos nosotros y queremos en este domingo proclamar a Jesús como Rey del Universo con este texto del evangelio que nos habla de su muerte en la cruz. Parecen todo contradicciones; los ajenos a nuestra fe cristiana y tantos que luchan contra todo tipo de religión parece que se frotarían gozosos las manos y nos hablarían de absurdos y de contradicciones. ¿Qué clase de rey es proclamado como tal precisamente cuando es ejecutado a muerte? ¿Qué clase de maestro es y qué magisterio nos puede enseñar aquel que por causa de todo lo que enseña es apresado y condenado a muerte? Podríamos decir que son los gozos de los enemigos.
Pero es además que nosotros los cristianos pecamos muchas veces de triunfalistas y queremos copiar la manera de los triunfos del mundo para aplicárselos a Jesús proclamándolo rey y coronándolo con coronas doradas y poniendo sobre sus hombros mantos de terciopelo y armiño, a la manera de los lujos y los oropeles de este mundo. Hemos olvidado quizá las mismas palabras de Jesús que nos decía por una parte que su reino no es de este mundo y que la manera de presentar nuestras grandezas no ha de ser nunca a la manera de los reyes y de los poderosos de este mundo. Conocemos bien las palabras de Jesús pero poco caso le hacemos. Fijémonos como incluso nosotros queremos revestirnos de esas vestiduras de vanidad y de gloria en las que tan distantes nos situamos de lo que fue el camino de Jesús.
Anunciaba es cierto el Reino de Dios pero  nunca las características que nos dio era el de un reino a la manera de los reinos de este mundo; no era desde la ostentación y la búsqueda de grandezas humanas como habíamos de vivir ese reino sino en la búsqueda de la verdadera paz sembrando el auténtico amor en los corazones para vivir en la justicia verdadera que nada la pudiera empañar.
Por eso cuando querían hacerlo rey huía de aquellas manifestaciones y muchas veces las obras maravillosas que hacia no quería que se divulgaran para que no entrara ninguna confusión en el corazón de los que le seguían. Bien conocemos su insistencia a sus discípulos más cercanos para que aprendieran a hacerse los últimos y los servidores de todos y cuando le pedían lugares de honor lo que ofrecía era un bautismo igual que por el que El había de pasar. ‘¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?’
Solo permitió que lo aclamaran con cánticos de sabor mesiánico cuando entró en la ciudad santa sabiendo que ya era la recta final hacia la pascua.  Lo más que permitió fue el ir sentado en un borrico como había anunciado el profeta y las aclamaciones inocentes de los niños que proféticamente, como saben hacerlo los inocentes anunciaban la llegada del que venia en nombre del Señor para ser en verdad nuestra salvación.
Algo habrá hecho para terminar así, retomamos las palabras con que iniciamos esta reflexión y no las vamos a dejar caer en saco vacío. Algo había hecho Jesús, es cierto, estar al lado de los pobres y de los que sufren, mezclarse con los pecadores y los que eran considerados la clase más baja de este mundo, prostitutas y publicanos, vivir la cercanía de la gentes para sintonizar la humillación que vivían y enseñarnos así a caminar por esos mismos caminos de humildad, pero para que aprendiéramos nosotros a entrar en una nueva sintonía de amor cuando fuéramos capaces de sintonizar con su corazón, pasar por el mundo haciendo el bien repartiendo amor y misericordia y queriendo poner paz en todos los corazones.
No nos extrañe verlo ahora crucificado entre dos malhechores – entre los últimos de este mundo había preferido vivir - y ser comparado con ellos para recibir las mofas de todos que le contemplan como un perdedor, que ni ahora puede salvarse a si mismo porque no baja de la cruz y parece que entonces poca puede ser la salvación que nos pueda ofrecer.
Pero allí estaba El dando su vida, derramando su sangre  por nosotros y por todos, entregándose en la entrega más sublime del amor que es llegar a ser capaz de dar la vida por los que ama.
Lo que ahora contemplamos es el fruto de lo que hasta entonces había vivido. Alguien, colgado de un mismo madero como El, ha sido capaz de sintonizar con ese amor, ha sido capaz de darse cuenta de que un justo está sufriendo los mismos dolores y el mismo tormento que ellos que han sido malhechores; será el que grite desde lo más hondo de su miseria pero desde donde ha sido capaz de sintonizar con el amor, ‘Jesus, acuérdate de mi cuando llegues a tu reino’.
Ya el nombre con que lo invoca lo dice todo, ‘Jesus’, Dios me salva. Era reconocer en verdad que Jesús es el salvador y esa misma tarde va a recibir esa salvación ‘hoy estarás conmigo en el paraíso’, fue la respuesta de Jesús. Claro que es el Rey y el Salvador, claro que es el Señor y es el Mesías como lo podremos proclamar con toda razón desde la resurrección. ‘A ese Jesús que vosotros crucificasteis, Dios lo ha constituido Señor y Mesías’, proclamaría solemnemente Pedro lleno del Espíritu de Jesús en el día de Pentecostés.
Claro que nosotros celebramos que Jesús es Rey, el Rey del Universo como lo proclamamos en esta fiesta de hoy. Pero es que nosotros hemos entendido cual es la manera de su Reino, la manera de ser Rey. Cuidado, pero eso tenemos que vivirlo, eso tenemos que manifestarlo, y por eso tenemos que comenzar a desterrar tanto oropel y tanta vanidad de los que tantas veces nos revestimos incluso en la Iglesia. Serán otros los mantos que tendrán que vestir tantos cuerpos desnudos, serán otras las vestiduras del hombre nuevo del amor de las que tenemos que revestirnos.
No digamos más sino realicémonos en nuestra vida. Tenemos que hacer las mismas cosas que Jesús y que le llevaron a terminar así.

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