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sábado, 14 de octubre de 2017

Escuchando y plantando la Palabra en nuestro corazón queremos parecernos a María como los buenos hijos se parecen y son el orgullo de su madre

Escuchando y plantando la Palabra en nuestro corazón queremos parecernos a María como los buenos hijos se parecen y son el orgullo de su madre

Joel 4,12-21; Sal 96; Lucas 11,27-28

‘Qué orgullosa tiene que sentirse esa madre…’ habremos escuchado en más de una ocasión o quizá nosotros mismos hemos pensado o dicho como expresión de la admiración que sentimos por alguien a quien vemos entregado, generoso, siendo un modelo de rectitud y de bien hacer, como una persona integra, pero que además es bien humano y como solemos decir tiene un corazón de oro. Aunque la admiración es por una persona así, que quizás nos cautiva por su personalidad y por sus obras, nuestro pensamiento se dirige a la madre a la que de alguna manera queremos dar gracias por darnos un hijo así.
El orgullo de una madre es ver el bien hacer de su hijo y que todo aquello que ella quiso plantar en su corazón en la educación que fue dándole, ahora lo vemos con frutos abundantes. Es un gozo para una madre ver así la rectitud de su hijo y el amor y cariño que va despertando por todas partes. Es un gozo grande lo que siente en su corazón y que no hay manera de disimular cuando sabe lo que dicen de su hijo, cuánto se parece a su madre.
¿Qué sentiría María cuando oía hablar de las obras de Jesús? ¿Cuáles serían sus pensamientos cuando le contaban como la gente le seguía por todas partes y todos se hacían lenguas de admiración por lo que enseñaba y por lo que hacia? No podemos decir que no sintiera ese orgullo de madre, pero al mismo tiempo seguro que tendremos que contemplar la humildad de María que quería pasar desapercibida, quedarse en el anonimato, dejar que su hijo siguiera haciendo su obra siendo ella la primera discípula, la primera que iba plantando en su corazón todo aquello que Jesús enseñaba.
Reconocía María las obras grandes que Dios había realizado en ella y cantaba agradecida desde su corazón a Dios, pero todo era reconocer como se derramaba la misericordia del Señor sobre todos para hacer un mundo nuevo. No podía caber en su corazón el mínimo atisbo de orgullo o de soberbia porque ella sabía muy bien que los poderosos o los que se creyesen grandes iba a ser derribados de sus tronos o de sus pedestales de soberbia y que solo los humildes podían conocer y contemplar a Dios. Era así su corazón, era así como ella iba dejándose transformar por la Palabra de Dios que plantaba en su corazón no para encerrarla en si misma sino para que surgiera nueva vida.
Hoy en el evangelio vemos a una mujer que escuchando a Jesús se acuerda de la madre y para ella quiere tener lo que considera la mejor alabanza. Pero será Jesús el que nos dirá cual es la mejor alabanza para María como la mejor alabanza que nosotros podamos recibir. ‘Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en practica’.
Lo hizo María, por eso vemos todo ese ramillete de flores y de frutos que surge de su vida en todas sus virtudes, en todo su amor. Será lo que nosotros tenemos que hacer también, lo que nos merecerá la mejor alabanza del Señor. Si así lo hacemos un día podremos escuchar aquello de ‘venid benditos de mi Padre a heredar el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo’.
Es la esperanza en la que queremos vivir. Es la esperanza que nos estimula y nos prepara para el amor y para la entrega en todo momento. Queremos así parecernos a María como los buenos hijos se parecen y son el orgullo de su madre.

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