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domingo, 15 de agosto de 2010

La Asunción siembra en nosotros semillas del gozo eterno que un día alcanzaremos


Apoc. 11, 19; 12, 1.3-6.10;
Sal. 44;
1Cor. 15, 20-27;
Lc. 1, 39-56

Alegrémonos todos en el Señor en esta fiesta de María. No podemos menos que comenzar nuestra reflexión manifestando ese gozo grande que sentimos en el corazón en esta fiesta de la Asunción de María. Celebramos el triunfo de María, su glorificación al ser llevada al cielo en cuerpo y alma una vez concluido el curso de su vida terrena, como proclamamos en el dogma de la Asunción. No podía ser menos para quien era la Madre de Dios, quien había prestado sus entrañas para que en ella se encarnara y de ella naciera hecho hombre el Hijo de Dios.
Se alegran los ángeles. Se alegra toda la creación. Nos sentimos llenos de alegría todos los mortales en esta glorificación de María, la mujer vestida de sol, con la luna por pedestal y coronada de estrellas que contemplamos en el Apocalipsis, porque es anticipo, es camino de la gloria a la que nosotros estamos también llamados. Nos alegramos los hijos de María porque la contemplamos en la gloria del cielo participando ya plenamente de la resurrección de Cristo, del reinado de Cristo.
Siempre recordamos las palabras del prefacio donde expresamos todos los motivos de dar gracias a Dios en Jesucristo y que marca el ritmo y el sentido pleno de nuestra celebración. Hoy María, la Virgen Madre de Dios, ha sido llevada al cielo, y ella es figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada. La celebración de esta fiesta de María pone en nuestra alma semillas del gozo futuro que un día nosotros alcanzaremos.
Hoy somos peregrinos en medio de los caminos de esta vida pensando en la meta de nuestra patria del cielo. El peregrino, al que hay momentos en que se le hace duro el camino, muchas veces se pregunta si merece la pena ese esfuerzo que está realizando, esa lucha por superar las dificultades que encuentra en su camino, pero piensa en la meta que un día alcanzará y se siente estimulado en la esperanza del gozo que un día va a sentir cuando llegue a la meta de su peregrinación.
Todos han escuchado, ya que estamos en el año Jacobeo, que en la cercanía de Compostela hay un monte que llaman el Monte del Gozo, porque allá en el horizonte se vislumbras las torres de la catedral de Santiago, y parece que ya entonces su caminar a pesar de los cansancios se hace más ligero para llegar a la meta de peregrinación. Todos se llenan de gozo grande cuando ya ven cercana la meta de su peregrinación.
Necesitamos en ese camino de peregrinación que vamos haciendo por nuestra vida pensamientos luminosos que pongan alas en nuestros pies; necesitamos ese estímulo de los han que llegado antes que nosotros a la meta para pregustar también nosotros el gozo de la gloria que un día alcanzaremos. Podemos nosotros también llegar a la meta, a la patria del cielo.
María es el Monte del Gozo de nuestra peregrinación que nos alienta y nos hace pregustar el gozo que un día alcanzaremos en la gloria del cielo; María ‘es consuelo y esperanza de tu pueblo todavía peregrino en la tierra’; esta fiesta de la Asunción de María es para nosotros ese estímulo que necesitamos para nuestro caminar. Figura y primicia de la Iglesia, como la proclamamos en el prefacio.
María, al contemplarla en su Asunción gloriosa, siembra en nuestra alma esas semillas del gozo eterno que un día alcanzaremos. Ella es la Madre que hoy contemplamos glorificada en el cielo, pero que sabemos que no nos ha dejado sino que sigue caminando a nuestro lado alcanzándonos la gracia y la fuerza del Señor. Por eso Cristo quiso dejárnosla como Madre en ese momento solemne de la Cruz. María es ese espejo de santidad en el que nos miramos y de ella queremos aprender para hacer bien nuestro camino.
En el evangelio que hoy hemos escuchado nos enseña muchas cosas. María nos enseña a ir al encuentro con los demás. No caminamos solos, sino que ese camino tenemos que saber hacerlo con los demás; nunca aislados de ellos. Lo primero que nos dice el evangelio de hoy es que, al tener conocimiento de lo que allá en la montaña sucedía con su prima Isabel, ‘se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel’.
Cuánto podemos llevar cuando vamos al encuentro de los otros, cómo cuánto podemos recibir de ellos también. Con la presencia de María en aquel hogar de la montaña Dios se hizo presente de manera especial en medio de ellos. ‘Isabel se llenó de Espíritu Santo’, Juan quedó santificado en el seno de su Madre. Con María llegaba Dios, se hacía presente Dios. Con nuestro amor, en nuestro encuentro con los demás, siempre vamos a llevar a Dios y Dios sabe hacer cosas grandes y maravillosas a través de nosotros aunque nos consideremos o seamos pequeños. Y nosotros también podemos llenarnos de Dios porque en los demás, sea quien sea con quien nos encontremos, Dios también quiere venir a nuestra vida. Descubramos siempre cuánto bueno recibimos de los demás.
Hoy escuchamos cantar a María proclamando las grandezas del Señor. Tiene que ser también nuestro cántico, el cántico de los peregrinos que descubren las maravillas que el Señor va haciendo en nosotros en nuestro camino. Es el cántico de la esperanza porque con ese cántico de María nos sentimos también estimulados para esa lucha porque sabemos que con Dios este mundo en verdad se puede transformar. Esa tarea que se nos ha encomendado de vivir el Reino de Dios y de hacerlo presente en nuestro mundo no es una tarea imposible porque con Dios lo podemos realizar.
‘El hace proezas con su brazo, dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes’, que canta María. Nos está diciendo, estamos cantando y proclamando con María que esos parámetros del Reino de Dios se realizan y nos llenamos de esperanza. Es lo que canta María y tiene que ser nuestro cántico. No sólo palabras bonitas sino dejar hacer, dejar realizar esa acción transformadora de Dios. La soberbia dejará paso a la humildad, la violencia a la paz, el odio al amor, la envidia y el resentimiento a la generosidad.
Y es que mientras peregrinamos hacia la gloria definitiva nos sentimos comprometidos en hacer mejor nuestro mundo, en hacernos mejores nosotros y en ayudar también a que los demás cambien su corazón. Son las semillas del Reino de Dios que tenemos que ir sembrando en todo eso bueno que hacemos, en esa justicia por la que luchamos, en esa paz que buscamos y queremos construir, en ese amor que queremos ir poniendo en todos los corazones.
Hoy nosotros miramos a María en esa advocación tan querida para nosotros los canarios. Cuántos llegados de todos los rincones van a postrarse ante la Imagen bendita de Ntra. Sra. de Candelaria. Ella nos trajo la luz a nuestra tierra porque ya ella nos estaba enseñando a mirar a su Hijo Jesús antes incluso que llegaran los primeros evangelizadores. Ella ha seguido allí desde su Santuario pero en el corazón de todos los canarios enseñándonos el camino de la luz verdadera y ayudándonos a mantener esa luz siempre encendida en nuestro corazón.
María, portadora de la luz, la Candelaria, nos está diciendo que vayamos al encuentro con los demás llevando siempre esa luz. Que no se nos apague la fe, que no se difumine por ningún motivo la esperanza, que se encienda siempre muy fuerte la hoguera del amor en nuestra vida. La contemplamos glorificada y nos hace levantar la mirada hacia lo alto, para que pongamos altas metas, nobles ideales en nuestro corazón. Para que con ella nos sintamos elevados en su Asunción porque la gloria que en ella hoy contemplamos también puede ser un día nuestra gloria, la que en el Señor alcancemos en el cielo.

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