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jueves, 19 de agosto de 2010

Tengo preparado el banquete… venid a la boda

Ez. 36, 23-28;
Sal. 50;
Mt. 22, 1-14

Tengo preparado el banquete… venid a la boda… id a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis invitadlos a la boda…’
En la parábola que nos propone Jesús vemos una clara referencia al rechazo y no aceptación por parte del pueblo judío de la salvación que Dios les ofrecía en Jesucristo. La imagen del banquete preparado al que somos invitados expresa bien lo que es el Reino de Dios que Cristo nos ofrece y que con su vida, sus palabras, los signos que realizaba y finalmente la pascua de su muerte y resurrección viene a instituir entre nosotros.
Los primeros invitados no lo aceptaron y no quieren participar de ese banquete del Reino de los cielos. No llegaban a entender el Reino de Dios que Jesús anunciaba. Esto servirá de ocasión para manifestarnos Jesús que su salvación es para todas las gentes sean del pueblo que sean. ‘El banquete está preparado…’ Cristo nos ha redimido y su sangre se derramó por todos para el perdón de los pecados. Envió el Rey a sus criados a que fueran por todas partes para invitar a todos al banquete de bodas. Todos estamos llamados a participación de esa salvación.
Muchas cosas podemos reflexionar para nuestra propia vida. Somos también los invitados al banquete de bodas del Reino de Dios. ‘Dichosos los invitados a esta cena…’ se nos dice en la Eucaristía. Dos cosas: somos los invitados pero somos también los que hemos de ir a anunciar a los demás en nombre de Jesús que también están invitados a ese banquete de bodas del Reino de Dios
Pero vayamos por partes. Somos los invitados, pero, ¿cómo respondemos? Seamos sinceros con nosotros mismos y ante el Señor. A lo largo de la vida también muchas veces habremos hecho como aquellos que no quisieron escuchar la invitación. Cuántas disculpas nos damos tantas veces para vivir nuestra condición de cristianos de una forma ramplona y fría, sin profundidad espiritual, alejados muchas veces de la iglesia, con una religiosidad muy pobre, contentándonos con pocas cosas; cuántas veces habríamos oído, por ejemplo, la campana de nuestra parroquia que nos llamaba a Misa el domingo, pero siempre teníamos que hacer, siempre lo dejábamos para otro día, siempre nos buscábamos disculpas; cuántas veces escuchamos la llamada de la Palabra y nos hacíamos sordos a lo que el Señor nos decía o nos pedía para no salir de esas situaciones que nosotros sabíamos muy bien que no eran buenas.
Escuchemos esa invitación que el Señor nos hace a través de tantos medios y démosle respuesta. Ahora lo estamos haciendo quizá más por la circunstancia de estar en este centro. Pero no olvidemos una cosa. Para sentarnos a la mesa del Señor hemos de estar vestidos con el traje de fiesta, como vemos en la parábola, con el traje de la gracia del Señor. No podemos acercarnos a la Mesa de la Comunión vestidos con los andrajosos trajes del pecado. Con pecado no podemos comulgar al Señor. Mucho tendríamos que revisarnos.
El profeta nos habla hoy del agua que nos purificará, y del corazón nuevo que hemos de tener. ‘Derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará: de todas vuestras inmundicias y pecados os he de purificar; y os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo’. ¿Cómo es esa agua que nos purifica? Un día recibimos el agua del bautismo para el perdón de nuestros pecados y hacernos nacer a una vida nueva. Pero tantas veces hemos vuelto al pecado. Sólo con el sacramento de la penitencia vamos a recibir ese perdón que necesitamos para nuestros pecados. No lo olvidemos. Necesitamos lavar ese vestido de nuestra vida para vestirnos del traje de fiesta de la gracia.
Y brevemente el otro aspecto al que hacíamos referencia. Somos los invitados pero somos también los enviados para llevar esa invitación del Señor a los demás. Como lo vemos en la parábola que fueron enviados los criados a todas partes. A todos tenemos nosotros que ir también a anunciar esa salvación de Jesús, a invitarlos a que vengan también a ese banquete de bodas del Reino de los cielos.

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