Ez. 18, 1-10.13.30-32;
Sal. 50;
Mt. 19, 13-15
‘Le presentaron unos niños a Jesús para que les impusiera las manos y rezara por ellos’. ¡Qué ternura Jesús rodeado de los niños!
Era habitual entre las gentes llevar a sus niños a los maestros o doctores de la ley o a los hombres de Dios para que los bendijeran. ¿Cómo no llevárselos a Jesús? Nos imaginamos la escena, aunque el fervor de algunos discípulos quisiera romper su encanto. No querían que molestaran al Maestro que estaba cansado. Pero ya hemos escuchado. ‘Dejadlos, no se lo impidáis…’
Nos recuerda muchas cosas. Aquella bonita costumbre ya perdida de pedir la bendición a un sacerdote cuando se le encontraba por la calle o en cualquier lugar. Pero no sólo era a los sacerdotes; se pedía la bendición a los padrinos; los padres daban la bendición a sus hijos. Todavía en algunos países quedan esas buenas costumbres, como en muchos países de América. Tengo amigos en América que cuando charlamos o bien al principio o al final de la conversación, y no porque sea sacerdote sino por bonita costumbre, siempre dicen, ‘bendición’.
No estaría mal rescatar costumbres así tan hermosas, y evitaríamos palabras malsonantes e injuriosas en nuestras conversaciones; o sería una forma también de hacer presente a Dios entre nosotros, en nuestra conversación o en nuestro encuentro, porque la bendición siempre será del Señor. Le bendecimos a El y El nos bendice a nosotros llenándonos de su paz y de su gracia.
Pero sigamos contemplando la escena del evangelio de hoy. Jesús rodeado de los niños. ‘De los que son como ellos es el Reino de los cielos’, termina afirmando Jesús. En otra ocasión nos dirá que hay que hacerse como niños para entrar en el Reino de los cielos. Un día tomó a un niño y lo puso en medio de ellos para decirnos que había que hacerse como un niño. Los discípulos habían estado discutiendo por el camino sobre quien era el más importante.
En los pequeños y en los pobres se hace presente Dios. haciéndonos pequeños nos hacemos sencillos, arrancamos de nosotros toda malicia y toda maldad, tendremos los ojos limpios para mirar con mirada pura lo que nos rodea. ¿Os habéis fijado en los ojos de un niño, en su mirada? Necesitamos tener nosotros esa mirada limpia y fresca porque llenamos nuestros ojos tantas veces de maldad.
‘Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios’, nos dirá en las bienaventuranzas. Quien tiene limpio el corazón tendrá una mirada limpia, pero tendrá también unas actitudes buenas hacia los demás. ‘Oh Dios, crea en nosotros un corazón puro’, hemos pedido en el salmo responsorial.
Y nos dice por otra parte que no le hagamos daño nunca a un niño, porque sus ángeles están contemplando el rostro de Dios. No enturbiemos nunca el corazón de un niño con nuestras maldades. Tengamos nosotros siempre limpio nuestro corazón. Tengamos la alegría pura de un niño inocente que nos hace entender la verdadera alegría. Nos hace falta muchas veces esa sonrisa en nuestros rostros y en nuestro corazón. Nos cuesta tenerla muchas veces por la maldad con la que hemos llenado nuestro corazón.
Aprendamos donde está la verdadera grandeza ante Dios. Hagámonos pequeños porque así descubriremos cómo es el Reino de los cielos.
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