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viernes, 13 de agosto de 2010

Una riqueza que hay que defender, la estabilidad de las familias

Ez. 16, 59-63;
Sal. Is. 12;
Mt. 19, 3-12

Hoy la liturgia nos ofrece un texto del evangelio que cuesta mucho escuchar en el mundo en el que vivimos. Siempre el tema del matrimonio fue una problemática muy candente. Lo vemos ya en tiempos de Jesús por las preguntas que le plantearon. ‘¿Es lícito a uno despedir a su mujer por cualquier motivo?’
Sigue siendo una problemática seria hoy y, como decíamos, a muchos no les gusta escuchar estas palabras de Jesús. Querrían algo quizá más permisivo. Contemplamos la realidad cada vez más crujiente de rupturas, separaciones, divorcios, matrimonios de todo tipo (incluso ya no se les llama matrimonio sino simplemente pareja) u otro tipo de relaciones a las que se trata incluso de equiparar al matrimonio.
Comprendemos, ¿cómo no?, los terribles dramas humanos por los que pasan muchas personas, pero eso no nos exime de proclamar con Jesús la grandeza y la maravilla del matrimonio y al mismo tiempo elevar nuestra oración por tantas personas que sufren situaciones difíciles.
‘¿No habéis leído, nos dice Jesús, que el Creador en el principio los creó hombre y mujer, y dijo: por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne?’ Por eso concluirá Jesús afirmando categoricamente: 'Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre'. Una realidad hermosa y natural en cuanto que está inserta en nuestra propia naturaleza - Dios nos ha creado hombre y mujer - y que con Cristo ha sido elevada aún más a un orden sobrenatural con la gracia del Sacramento del Matrimonio.
Algo grandioso, importante, trascendental que hay que tomarse muy en serio porque está en juego, podemos decir, el desarrollo y crecimiento de la propia persona, y también para la sociedad en la que vivimos de la que es célula fundamental el matrimonio y la familia.
Es por eso por lo que hay que hablar de esa preparación humana, espiritual y cristiana, que hay que tomarse muy en serio por quienes quieren darle a su vida esa verdadera plenitud en la vivencia del matrimonio y en la fundación o creación de una familia. Es así que los cristianos han de tomárselo, pues, muy en serio para saber descubrir toda esa riqueza humana, espiritual, sobrenatural que se encuentra en el matrimonio cristiano y en la familia cristiana.
Es un camino de amor y de fidelidad que conduce a la plenitud de la persona, y donde hay que evitar tantas superficialidades como ser vive hoy en nuestro mundo y donde hay que cultivar muchos valores que sean el mejor caldo de cultivo para ese amor y fidelidad total que exige el matrimonio indisoluble. Es neceario entender de entrega generosa y de aceptación y repeto mutuo, de espiritu de sacrificio y de capacidad de perdón, de soñar que siempre es posible recomenzar de nuevo y que se pueden olvidar las malas experiencias. Si no es así no llegaremos a entender lo de la fidelidad y lo del amor para siempre. Un camino exigente, es cierto, pero para el que nosotros los cristianos no nos sentimos solos ni sin fuerzas, porque no nos falta la gracia sobrenatural del Sacramento de Matrimonio.
Nos queda ahora orar por los matrimonios y por las familias para que con la gracia del Señor sepan superar tantas dificultades que podrían poner en peligro su estabilidad. Orar para que sepan vivir ese amor entregado y exigente, ese amor fiel y único con la gracia y la fuerza del Señor. Y orar por quienes los que se ven envueltos en dificultades, por los que sufren las consecuencias de las rupturas. Y orar para que nuestra sociedad ponga también todos los medios que cuiden y favorezcan la vida y cuiden y favorezcan a las familias para ayudarles a caminar ese camino de fidelidad y de responsabilidad. Tenemos que exigir de nuestra sociedad también esos medios y esa protección de las familias.

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