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domingo, 23 de octubre de 2022

Si no somos sinceros con nosotros mismos, no lo seremos con Dios ni con los demás, quitemos las pantallas de las vanidades y vivamos con humildad

 


Si no somos sinceros con nosotros mismos, no lo seremos con Dios ni con los demás, quitemos las pantallas de las vanidades y vivamos con humildad

Eclesiástico 35, 12-14. 16-19ª; Sal 33; 2Timoteo 4, 6-8. 16-18; Lucas 18, 9-14

Si no somos sinceros con nosotros mismos, ni seremos sinceros con Dios ni seremos sinceros con los demás. Y ser sincero consigo mismo es conocer su propia realidad, reconocerla, sin poner pantallas, sin poner sombras que difuminen la realidad, pero también sin subirnos en pedestales, aunque también tengamos la humildad del reconocimiento de los dones recibidos. María reconoció que en su pequeñez el que es Poderoso hizo obras grandes, pero eso no le impidió reconocerse como la humilde esclava del Señor y ponerse en actitud permanente de servicio a los demás.

Pero algunas veces confundimos la palabra sinceridad con vanidad; y entonces comienza a aumentar la cuenta de lo que presentamos para exigir reconocimientos; entonces comenzamos a aislarnos de los demás, para que a nosotros no nos confundan con cualquiera, y pondremos barreras, y colocaremos pedestales  donde nos subimos para hacer alarde de lo bueno que somos; y por medio una soberbia que no tiene límites – que venga alguien y no reconozca mis méritos, que va a saber quien está aquí – y comienzan los desprecios porque nadie será capaz de hacer lo que yo hago. Nos encontramos tantas veces repitiendo el yo y el yo que dije, que hice, que estuve, que… está pidiendo alabanzas, en una palabra. De sinceridad nada, de vanidad y orgullo mucho es lo que nos envuelve, aunque muchas veces somos muy sutiles y sabemos disimularlo para que no se note tan a la descarada, pero ahí está.

Es en lo que Jesús quiere hoy hacernos recapacitar con esta pequeña parábola del Evangelio, de los dos hombres que subieron al templo a orar. Qué distinta la postura y qué distinta la oración. Uno erguido allí en medio para que todos lo vean, el otro oculto en último rincón porque no se considera digno de entrar al lugar santo. Uno todo alabanzas, pero no a Dios, aunque dice que da gracias a Dios, pero es por su vanidad, por su orgullo, por todas las cosas importantes -  o eso cree él – que es capaz de hacer; el otro pocas palabras, todo humildad, para reconocer sí, que es un pecador pero para invocar la misericordia y la compasión del Señor. No es necesario que entremos en demasiados detalles, porque ya vemos de lo que somos capaces.

Si el afligido invoca al Señor, él sabe que Dios siempre lo escucha porque tiene compasión del pecador, porque ‘el Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos. El Señor redime a sus siervos, no será castigado quien se acoge a él’. Terminará diciéndonos el evangelio que ‘el pecador bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido’.

Había sido sincero consigo mismo cuando se sentía pecador, fue sincero con Dios porque no iba a hacer alarde de ninguna cosa que hubiera hecho, era en verdad engrandecido a los ojos de todos, porque ante todos se presentaba según su condición. No había vanidad en su corazón, sino humildad y reconocimiento de su condición pecadora. Cuánto nos cuesta reconocerlo. Queremos mantener siempre la imagen de que somos buenos, nuestro prestigio. Cuánta vanidad envuelve nuestra vida. Por eso decirlo de una forma genérica puede ser hasta bonito y parece que quedamos bien, pero decirlo con la realidad de pecado en nuestra mano parece que nos humilla, pero es lo que en verdad nos engrandece.

Si en el camino todos somos cojos, cada uno arrastramos nuestros pies con nuestros propios tropiezos; tendríamos que aprender a tener una mirada distinta, pero también a presentarnos de una forma distinta ante los demás, reconociendo nuestra debilidad, sabiendo que necesitamos una mano que nos levante en tantos tropiezos que vamos teniendo en el camino; pero ya nos arreglamos para disimular nuestras cojeras, nuestras limitaciones, para que nuestro amor propio no se sienta herido.

Al final piensa que quien te aprecia de verdad no le importarán tus limitaciones y seguirá apreciándote por lo que tú eres y sabrá agradecer los momentos de luz que a pesar de tus sombras le hayas podido ofrecer alguna vez en la vida; quien no es capaz de valorarte por lo que eres y siempre tiene en cuenta algo que un día hiciste que no era bueno, seguro que está ocultando mucho de su vida en esa postura de orgullo y vanidad que se mantiene ante ti. Camina siendo capaz de unirte a esas personas que a pesar de sus debilidades quieren caminar y te ofrecen también una mano para seguir haciendo el camino, sabrás sentir en tu corazón el gozo de lo que es un verdadero aprecio y amistad.

Pero podrás sentir por encima de todo el gozo de un Dios que te ama y quiere seguir contando contigo. ¿Con quiénes se reunía especialmente Jesús? Con los pecadores, con los publicanos, con las prostitutas porque a la larga ellos estaban más cerca del Reino de Dios.

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