Aunque
sienta abatimiento por lo vacío que me veo con mis miserias, en Dios me lleno
de esperanza porque comprendo lo grande que es la misericordia del Señor que
nunca se termina
Lamentaciones 3, 17-26; Salmo 129; Juan 14,
1-6
Si ayer celebramos la fiesta de todos
los santos con lo que queríamos recordar a todos los que participan ya de la
gloria del Señor en el cielo, en la visión de Dios porque fueron marcados con
la señal del Cordero y en su sangre lavaron y blanquearon sus mantos para poder
participar con todo resplandor en la liturgia del cielo, hoy queremos recordar
y convertirlo en celebración de fe y esperanza a todos los que han muerto en la
esperanza de la resurrección y de la vida eterna. Hoy es la conmemoración de
los difuntos en la que cada uno recuerda a sus seres queridos difuntos y reza
por ellos para que un día puedan ser partícipes de esa gloria del cielo.
Si la celebración de ayer tenía mucho
de triunfo y de gozo al contemplar la gloria del cielo y aquella multitud
innumerable que unida a los coros de los Ángeles y arcángeles cantaban la
gloria del Señor, hoy nuestra celebración tiene el peligro y tentación de verse
envuelta en los nubarrones de la tristeza y los lúgubres sombras de la tristeza
por la separación de los seres queridos. Aunque sintamos esa pena, por otro
lado muy humana del duelo de la separación, sin embargo como toda celebración
cristiana tiene que estar envuelta en la esperanza porque todos siempre miramos
a la meta, pero sobre todo nos confiamos en la misericordia y en la bondad del
Señor.
Ya el texto de las lamentaciones
escuchado en la primera lectura quizá comenzaba con esos sones de angustia o de
tristeza pero terminaba dejándonos un mensaje de esperanza y donde hay
verdadera esperanza no faltará la paz del corazón. ‘Aunque me invade el
abatimiento, nos dice, apenas me acuerdo de ti me lleno de esperanza
porque sé que la misericordia del Señor nunca termina y no se acaba su compasión’.
Y Jesús nos invita en el evangelio a no
perder la calma, a poner toda nuestra fe y nuestra confianza en Dios, a creer
en El. Y nos dice que nos va a preparar sitio, que volverá por nosotros y nos
llevará consigo porque donde está El quiere que estemos también nosotros. Aquí
se ven colmadas todas nuestras esperanzas, aquí se ve más que colmada la
inquietud y ansias de vida y de vida para siempre que todos llevamos en el
corazón. Sí, todos queremos vivir, queremos vivir para siempre, que no se acaba
nunca la vida.
¿No significará eso de algún modo el
por qué del miedo que le tenemos a la muerte? No queremos morir, queremos vivir
y aunque nuestra vida terrena no siempre nos da todas las satisfacciones que
anhelamos y en la medida en que lo deseamos, no queremos desprendernos de
nuestra vida. Claro que toda esa angustia que se nos mete en el alma ante el
hecho de la muerte es porque no hemos sabido encontrar todavía todo el sentido
de trascendencia que hemos de darle a nuestra vida. Y vivimos el momento
presente como si fuera único y no hubiera nada más; nos falta esa fe verdadera
en las palabras de Jesús, nos falta esa esperanza que siempre tiene que animar
al cristiano, al que ha puesto su fe en Jesús. Y no pensamos entonces en ese
salto a la vida verdadera, a la vida para siempre que solo en Dios podemos
encontrar. Porque por mucho que nosotros queramos por nosotros mismos no nos
podemos construir una vida que no tenga fin, eso es solo un don de Dios, un
regalo de Dios que nos hace partícipes de su vida.
Si nos pensamos bien todo eso, no
tenemos porque sentir esa angustia y ese miedo a la muerte, a que un día esta
vida terrena se nos acabe, ni podemos quedarnos angustiados y llenos de dolor
cuando llega la hora de la muerte de un ser querido. Pensamos en una vida sin
fin, en una vida en plenitud, en una vida para siempre en Dios, luego el que muere
se abre a la vida verdadera a la que le va a dar mayor plenitud, ¿Por qué ponernos
tristes?
Es cierto que cuando nos llega esa hora
de la verdad quizá nos damos cuenta cómo hemos perdido la vida porque mientras
caminamos en este mundo no supimos darle un verdadero sentido y un sentido de
plenitud y trascendencia en todo aquello que realizábamos. Nos sentimos
apenados quizá en ver la pobreza de nuestra vida, quizá llena de las miserias
del pecado. Pero aunque sienta abatimiento, como nos decía el profeta, cuando
pienso en Dios mi vida se llena de esperanza porque comprendo lo grande que es
la misericordia del Señor que nunca se termina, lo hermosa que es su compasión
que siempre nos estará regalando con su amor.
Qué sentido más bonito ha de tener esta
conmemoración que hoy hacemos; con qué profundidad hemos de vivirla; qué
interrogantes nos plantea para nuestra vida de hoy; qué propósitos han de surgir
para que aprendamos a llenar de trascendencia nuestra vida; qué paz tenemos que
sentir en el corazón desde esa esperanza que anima nuestra vida y motiva
nuestra oración.
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