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martes, 3 de noviembre de 2020

Con nuestra aceptación y acogida hasta de lo más sencillo que nos ofrezcan hacemos felices a los que nos regalan

 


Con nuestra aceptación y acogida hasta de lo más sencillo que nos ofrezcan hacemos felices a los que nos regalan

Filipenses 2, 5-11; Sal 21; Lucas 14, 15-24

Alguna puede habernos pasado en un sentido o en otro; alguien nos hizo un regalo con mucha ilusión, pero cuando lo recibimos lo hicimos de manera fría, porque quizá no era lo que nosotros esperábamos, nos pareció poco o inútil y por mucho que lo tratamos de disimular se notó el desencanto en nuestra expresión, pero mayor fue el desencanto de quien nos hizo el regalo por la fría acogida con que lo recibimos. O nos habrá podido pasar al revés, fuimos nosotros lo que hicimos el regalo, pero quien lo recibió no lo tuvo en cuenta, casi ni lo miró, se fue a entretener con otras cosas dejando lo que le regalamos allá olvidado en cualquier rincón.

No es que tengamos que ser hipócritas si no nos gusta lo que nos ofrecen, pero si hemos de saber valorar lo que nos hayan ofrecido por más pequeño que nos pueda parecer. No podemos ir de sobrados creyendo que nos lo merecemos todo y siempre nos parecerá poco lo que nos puedan ofrecer o regalar. Ya sea en referencia a lo que recibimos de los demás o a la vida misma que vivimos, quizás siempre estemos descontentos y añorando otras circunstancias, otros momentos u otra cosas que acaso nos pudiera ofrecer la vida. Son otros nuestros sueños, nuestras aspiraciones, o incluso nuestros valores. Sepamos valorar, sepamos acoger, sepamos aceptar, seamos capaces de reconocer el amor que han puesto en lo que nos regalan y hasta el esfuerzo que haya podido significar para las otras personas lo que nos ha regalado.

Según nos ha venido diciendo el evangelio Jesús estaba invitado a comer en casa de unos fariseos. Quizás por lo que Jesús iba diciendo o quizá la abundancia del banquete en que estaban participando, a uno se le ocurre decir que serán dichosos los que coman en el banquete del Reino de Dios. ¿Un entusiasmo ante las palabras de Jesús? ¿Un entusiasmo por aquel banquete que le hace soñar aun en cosas mejores? ¿Quizás imaginaba que el Reino de Dios era como una buena mesa y un buen banquete como del que ahora estaba participando?

Pero Jesús querrá decirle algo importante. No nos pongamos a soñar ni a imaginar, sino sepamos aceptar lo que nos ofrecen, porque en ese saber aceptar y acoger se van a dar precisamente las señales del Reino de Dios. Aquellos invitados al banquete de bodas de la parábola no supieron aceptar aquella invitación que les estaban haciendo y preferían otras cosas, que si sus campos, que si lo que tenían o lo que habían comprado, que si su propia boda, que si sus intereses particulares que tenían que cuidar, pero descuidaron la invitación, no supieron valorar la invitación que les hacían. Quedarían fuera del banquete y el banquete sería para otros que sí supieron aceptarlo. Ya conocemos el desarrollo de la parábola.

¿Y nosotros qué somos capaces de aceptar? ¿Cuál es la acogida que hacemos desde el fondo del corazón a la invitación al amor que nos está haciendo el Señor? ¿Tendremos también otros intereses? ¿También habrá otras cosas que nos entretengan más? ¿Valoramos la riqueza de gracia que quizás desde lo más humilde puedan ofrecernos? ¿Con nuestra aceptación y acogida hasta de lo más sencillo que nos ofrezcan hacemos felices a los que nos regalan?

Me viene a la memoria un hecho, una anécdota como queráis llamarlo, de algo que me sucedió en una ocasión hace años. Había ido a visitar a una anciana enferma, que en aquellos momentos y en aquellos lugares en medio del monte nunca habría recibido quizá la visita de un sacerdote.

Me senté con ella a los pies de su cama en la pobreza de aquel hogar, escuché sus suspiros y sus lágrimas, pasé sencillamente un rato con aquella persona a la que simplemente había dado mi tiempo y mi presencia, pero cuando me iba a marchar desde su pobreza quería ofrecerme algo. Rebuscó hasta encontrar una bolsa donde ponerme unos higos pasados que tenía allí guardados en un cajón quizá para su sustento, y había que ver con qué entusiasmo ella me hacía aquel paquete, pero qué alegría sentía también porque yo se los aceptaba. Hice feliz a aquella persona acogiendo aquello que en su pobreza me ofrecía con tanto cariño y agradecimiento. Algo tan sencillo que puede hacer felices a los demás, y yo me sentí feliz, no tanto por los higos que me ofrecía, sino por el cariño que aquella persona estaba poniendo y que la hacía tan feliz.

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