Aprender de su mansedumbre, de su amor y de su humildad es
aprender a ponernos a ras del suelo siendo paño de consuelo, alivio y descanso
para los que sufren
Zacarías 9, 9-10; Sal 144; Romanos 8, 9.
11-13; Mateo 11, 25-30
Lo más contrario a lo
que eran los usos de la época y tenemos que decir también los usos que se
siguen utilizando en nuestro mundo de hoy cuando queremos expresar triunfos y
victorias, cuando se quiere expresar la grandiosidad del poder en todas sus
manifestaciones es lo que nos describe el profeta en la primera lectura para
hablarnos de la entrada victoriosa del rey en la ciudad. Acostumbrados estamos
a ver en películas de época los grandes desfiles que se nos presentan al
regreso del rey y su ejército victorioso; pero no son solo las películas, sino
que bien sabemos que en nuestra sociedad hay también una serie de protocolos a
seguir para expresar lo que es la grandiosidad de quien ostenta el poder.
El profeta con un
sentido mesiánico nos habla de esa entrada del rey victorioso que no va sobre
un carro de triunfo conducido por briosos corceles sino que humilde entra montado
en un humilde borrico que era la cabalgadura a que más pudieran aspirar los
pobres y más que nada como instrumento de sus humildes trabajos. Este texto de
Zacarías tendrá su eco en el evangelio cuando se nos habla de la entrada de Jesús en Jerusalén
entre aclamaciones de la gente y precisamente montado en un borrico.
Pienso, ¿por qué no?,
hasta en la mirada compasiva o más bien burlona de los soldados o del mismo
gobernador romano tras sus escudos y relucientes ropajes cuando Jesús entraba
entre las aclamaciones de los niños y los pobres en la ciudad santa. Era además
todo lo contrario de lo que los mismos judíos soñaban con la llegada del Mesías
victorioso que les liberaría de la opresión de los soldados y poderes
extranjeros.
Pero es que eso es
precisamente lo grandioso del evangelio. Y esa es la revelación de Dios que Jesús
quiere hacernos. Es la imagen que Jesús ha ido presentando de sí mismo cuando
se acercaba a los pobres y cuantos sufrían y cómo se gozo era estar entre los
hijos del hombre, precisamente entre los humildes y los sencillos. Porque es
ahí donde se manifiestan las maravillas de Dios; no es el Dios que se nos
impone sino que se acerca a nosotros para caminar con nosotros, para vivir
nuestra misma vida, para ser en verdad el Emmanuel, el Dios con nosotros. No es
en el caballo del poder sino en el humilde borrico del servicio donde se nos va
a presentar Dios para que le descubramos y le conozcamos.
Por eso serán los
pequeños, los sencillos y humildes de corazón los que podrán conocer los
misterios de Dios, porque de los pobres es el Reino de Dios cielos, porque los
mansos y humildes de corazón conocerán a Dios, y los que son limpios de corazón
podrán ver a Dios, como nos enseña en las Bienaventuranzas.
Hoy da gracias Jesús
al Padre porque ha revelado todo este misterio a los pobres y a los sencillos,
porque a los que se creen entendidos, a los soberbios de corazón no se les
revelará el Señor. ¿Quiénes fueron los primeros que recibieron el anuncio del Ángel
de que había nacido Dios sino unos humildes y sencillos pastores que cuidaban
al raso sus rebaños en la noche de Belén?
Y es que así se nos
manifiesta Dios cuyo rostro humano vemos en Jesús. Es el rostro del amor y de
la misericordia de Dios, es el rostro de la cercanía de quien quiere caminar
con nosotros, es el rostro del corazón abierto, misericordioso y compasivo
siempre dispuesto para acoger pero siempre regalándonos amor. Es el Jesús que
se mezcla con los pecadores y come con ellos, que llega junto al paralítico que
en su soledad se siente abandonado por todos para levantarlo y ponerlo en
camino de vida en dignidad; es el Jesús que se detiene en las calles de
Jerusalén para hacer un poco de barro que poner en los ojos del ciego que envía
a Siloé; es el Jesús que siente el hambre y como se desfallecen por el camino
los que acuden a El para darles en el desierto abundancia de pan que será signo
de vida eterna; es el Jesús que se deja tocar por la mujer de las hemorragias o
pone su mano sobre el leproso sin temer ni en un caso ni en otro ni el contagio
ni el convertirse en impuro con los que los hombres consideran impuros, porque
El se pone siempre del lado de los que son discriminados y nadie quiere.
Muchas páginas del
evangelio podríamos recorrer para escuchar con todo sentido lo que hoy nos
quiere decir. ‘Venid a mí todos los que estáis
cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended
de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para
vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera’.
Creo que
dos cosas importantes podríamos subrayar en estas palabras. La invitación que
nos hace para que vayamos a El no importa cual sea nuestra situación. Cansados,
agobiados, con el cuerpo o el alma rota en sufrimientos o en dolores de todo
tipo, heridos por los desprecios de quienes quizás nos quieren utilizar, con el
llanto de nuestras soledades porque nadie nos tiene en cuenta o porque nos van
arrimando en las cunetas de la vida. No importa cómo estemos, no importa cuáles
sean nuestros dolores y hasta nuestras angustias, cuál sea nuestra necesidad y
pobreza porque El encontraremos nuestro alivio y nuestro descanso.
Pero nos
dice también ‘aprended de mí que soy manso y humilde de corazón’.
Aprender de su mansedumbre, aprender de su amor y de su humildad, aprender de
la generosidad de su corazón, aprender de El porque ese tiene que ser el camino
que nosotros hagamos para ir al encuentro de los demás. Es nuestra tarea,
nuestra labor, nuestra misión, lo que en verdad tenemos que reflejar en nuestra
vida. Nosotros y la Iglesia, la Iglesia de Jesús que no puede ser de otra
manera que a la manera de Jesús.
¿Será esa
la imagen que damos? ¿Será esa la imagen de la Iglesia, que tantas veces
decimos, madre de misericordia? ¿No iremos demasiadas veces montados en briosos
corceles porque no nos queremos bajar de nuestro poder en lugar de ir en el
humilde borrico tal como Jesús entró en la ciudad santa? Ir en el humilde borrico
significa bajarnos al suelo y caminar a ras de suelo al lado de nuestros
hermanos que sufren; ir a ras de suelo repartiendo siempre misericordia y amor,
siendo paño de consuelo para los que sufren y siendo remedio y alivio para
tantos que van atormentados por los caminos de la vida.
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