Dejemos ya de lado esa pobreza espiritual que se contenta con
hacer cosas para cumplir y busquemos ese odre nuevo para el vino del evangelio
Amós 9, 11-15; Sal 84; Mateo 9, 14-17
La pregunta siempre ha
estado más o menos presente de una forma u otra. ¿Qué tengo que hacer para ir
al cielo, para poder decir que soy bueno, para ser un cristiano cumplidor? Ahí
está la cuestión, en que muchas veces nos hemos querido hacer cristianos cumplidores;
y por eso preguntamos qué tengo que hacer. Pero eso pregunta en el fondo está
preguntando qué cosas, más o menos fáciles, tengo que hacer y ya con eso
cumplo. Hasta dónde como mínimo tengo que llegar, claro porque cumpliendo al
menos lo mínimo ya estoy salvado.
Era aquello de
devociones de otros momentos, en que quizá surgieron porque había que buscar
medios para que la gente se acercara más a la Iglesia y a los sacramentos,
suponiendo que una vez entrado en el ritmo, ese ritmo se iba a mantener e
incluso crecer; para algunos quizá lo fue, pero otros se quedaron en la materialidad
de la promesa y cuando ya lo hicieron no pensaron en un paso más. Me refiero a
aquella devoción de los primeros viernes de mes, en que cumplidos los nueve
primeros viernes ya no era necesario nada más. Algún amigo ya mayor como yo me
ha dicho en alguna ocasión, yo ya no necesito hoy ir a Misa, porque de chico
hice muchas veces los primeros viernes.
Con esas componendas
le vienen hoy a Jesús, en el texto que hemos escuchado en el evangelio. Los discípulos
de Juan Bautista y los discípulos de los fariseos vienen poco menos que a
quejarse a Jesús que ellos si ayunan puntualmente pero que sus discípulos – en
referencia a los discípulos de Jesús – no ayunan. Ya cumplían, realizaban sus
ayunos, sus oraciones eran públicas, estaban dando buen ejemplo, pero en los
que seguían a Jesús parecía que no se les había impuesto esas cosas que
cumplir. No lo entendían. Cualquier maestro señalaba a sus discípulos una
disciplina que había que cumplir, unos ritos que realizar, pero Jesús no imponía
esas penitencias a sus discípulos.
Cuánto les costaba
entender la novedad del evangelio. El Reino de Dios que Jesús anunciaba y
proclamaba no se podía quedar reducido a unos rituales, a unas rutinas, era
algo nuevo y distinto, era una transformación que había que realizar desde el
corazón, era un nuevo estilo y sentido de vida. ¿Cómo los amigos del novio que
están participando con este en su boda van a ayunar? Tienen que estar viviendo
la alegría de la fiesta de algo nuevo que comenzaba como era siempre un nuevo
matrimonio, siguiendo el ejemplo que propone Jesús.
Por eso Jesús nos está
diciendo que vivir el nuevo Reino de Dios no es cuestión de remiendos, porque
con los remiendos al final no sabemos en lo que quedamos, con los remiendos
puede producirse un roto mayor en el corazón. Por eso es necesario un paño
nuevo, una nueva vestidura, un hombre nuevo, como nos dirá más tarde san Pablo.
O habla también de los odres nuevos para el vino nuevo; el vino nuevo al
fermentar tiene una fuerza grande que puede hacer reventar los odres viejos, y
entonces ni odres, ni vino ni nada.
Es la transformación
grande que tiene que realizarse en nuestra vida que no se queda en meros
cumplimientos. Grande es la renovación que tiene que realizarse en nuestra vida
que por eso Jesús nos pide que para creer en la Buena Noticia del Reino de Dios
hemos de convertirnos, hemos de darle la vuelta totalmente a nuestra vida. No
son unos remiendos, no es decir ahora tengo que cumplir unas cuantas cosas
nuevas, pero todo lo demás puede seguir igual.
Así andamos con
nuestra vida anquilosada; así andamos con nuestras componendas; así andamos con
nuestra falta de compromiso; así andamos buscando algunas cositas que hacer
para ya quedarnos contentos; así andamos con nuestras mezquindades y nuestra
pobreza espiritual. Y eso no es vivir el Reino de Dios. Así me lo digo a mi
mismo. Que la fuerza del Espíritu me haga ser en verdad ese hombre nuevo del
Evangelio, ese odre nuevo que pueda contener el vino nuevo evangelio.
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