El mundo que nos rodea no termina de creer porque no ve en
nosotros y en la Iglesia la congruencia de una vida según el evangelio
2Reyes 4, 8-11. 14-16ª; Sal 88; Romanos 6,
3-4. 8-11; Mateo 10, 37-42
Nos damos cuenta con
facilidad en la vida cuando nos encontramos personas incongruentes; personas
que hablan mucho, que hacen alarde de no sé cuantas cosas, que van por la vida
de maestros porque parece que todo se lo saben y a todos van diciendo lo que
tienen que hacer, pero luego ellos por su mano nada hacen; es más su manera de
actuar está en muchas ocasiones muy distante de aquello que dicen, de aquello
que hablan ‘con tanta sabiduría’ pero que luego no se refleja nada en su
manera de actuar, en las cosas que hacen en la vida. Es la incongruencia en la
que tantas veces caemos, porque seamos sinceros que por mucho que digamos la mayoría
de las veces nos pasa a todos.
Hoy Jesús nos está
pidiendo congruencia con aquella fe que decimos que tenemos. Ya al principio,
cuando comenzó a hacer los primeros anuncios del Reino de Dios nos pedía conversión
para creer de verdad en esa Buena Noticia que se nos anunciaba. Necesitábamos conversión,
porque en verdad si queríamos vivir en ese Reino de Dios que Jesús nos
anunciaba nuestra vida tendría que ser de otra manera, teníamos que cambiar
radicalmente nuestras posturas y nuestros principios, pero también nuestra
manera de actuar. Y eso a veces lo olvidamos.
Y hoy nos pide que vivamos
en consecuencia de ese sí que le habíamos dado a su evangelio y a la aceptación
del Reino de Dios en que queríamos creer. Porque ponernos en camino para
seguirle, ya nos lo ha repetido muchas veces, tiene sus exigencias, no son
componendas ni remiendos que vayamos poniendo a nuestra vida cuando vemos
alguna cosita que nos puede fallar, es darle totalmente la vuelta a nuestra
vida para que todo tenga en verdad como centro el Reino de Dios. Pero como
aquellos a los que en ocasiones invitaba a seguirle ponían sus disculpas de sus
despedidas, del entierro del familiar o cosas por el estilo, a nosotros nos
pasa de manera semejante muchas veces.
Nada puede ser
prioritario en nuestra vida si no es el Reino de Dios. ‘Buscad primero el
Reino de Dios y su justicia…’ nos dice en otro momento del evangelio. Es lo
primero, es lo principal, es lo que tiene que convertirse en el centro de
nuestra vida; nada ni nadie puede estar por encima ni ocupar ese primer lugar
en nuestra vida. ¿No decimos que tenemos que amar a Dios con todo el corazón,
con toda el alma, con todo nuestro ser? Dice con todo; no nos dice, en algunas
ocasiones, o un poquito mezclándolo con otras cosas.
Y es aquí donde
aparecen nuestras incongruencias. Queremos nadar y guardar la ropa, como se
suele decir. Bueno, queremos creer en Jesús y seguirle, pero claro en todo no
se puede, nos decimos, es que hay cosas, es que tenemos responsabilidades, es
que podemos poner en peligro muchas cosas, es que por medio están nuestros
negocios, es que se puede poner en peligro lo que es el sustento de nuestra
vida, es que no hay que tomárselo al pie de la letra, es que hay que tener en
cuenta… es que… y comenzamos a querer hacer rebajas, reservas, excepciones.
Nos pasa a todos. Cuantas
cosas queremos tener en cuenta y queremos empezar a compaginar y querer hacer
nuestros arreglitos. Con cuantas cosas queremos hacernos nuestras componendas,
cuantas veces nos ha sucedido a la hora de tomar decisiones, por cuantas cosas
pasamos por alto cuando hacemos el examen de nuestra conciencia.
Hoy de una manera
tajante nos ha dicho: ‘El que quiere a su padre o
a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija
más que a mí, no es digno de mí; y el que no carga con su cruz y me sigue, no
es digno de mí’. Y cuidado nos
hagamos nuestras interpretaciones a la hora de escuchar esta palabra de Jesús. Nos
habla, es cierto, del padre, de la madre, del hijo o de la hija; cuantas veces
es en ese entorno más cercano a nosotros donde nos aparece la dificultad,
parece como si se pusiera enfrente una cosa de la otra. Cuántas vocaciones, por
ejemplo, se han frustrado cuando llega ese momento de enfrentar los intereses
familiares con lo que es la radicalidad del seguimiento de Jesús y de sus
llamadas. No está reñido el amor familiar, ni Jesús con lo que nos está
diciendo quiere que lo minusvaloremos; de ninguna manera. Es que ese amor
familiar va a alcanzar mayor densidad, mayor plenitud cuando lo vivamos desde
estos parámetros del Reino de Dios.
Claro que ahí
también nos podemos encontrar esa cruz con la que tenemos que cargar, como nos
dice, para seguirle. Será desde ese ámbito, o será desde el ambiente que se
vive en nuestra sociedad tantas veces tan alejado del espíritu y sentido del
Evangelio. No nos van a entender; nos van a decir que no tenemos que llevarnos
por esas radicalidades; nos van a decir que aflojemos el paso que no es necesario
tanto; serán tantas las tentaciones que vamos a sentir en este estilo. Pero mantenemos
nuestra fidelidad aunque nos cueste, aunque no seamos comprendidos, aunque nos
encontremos todo un mundo en contra.
Y esto lo
pensamos en un nivel personal, en esa lucha de superación que cada uno ha de
mantener, pero esto tenemos que vivirlo como comunidad de creyentes, como
Iglesia de Jesús. En esto tiene que manifestarse también la Iglesia radical, en
la fidelidad total al evangelio, aunque tengamos todo el mundo en contra. Y algunas
veces pudiera parecer que la Iglesia también puede hacer sus componendas, y
calla en ocasiones con esas prudencias humanas, o tratamos de acomodarnos a las
exigencias del mundo, para mantener quizá su prestigio o para mantener ciertos
brillos de grandeza y de poder.
Mucho tiene
que examinarse la Iglesia también en ese camino de congruencia total con el
sentido del evangelio, en ese camino de fidelidad al Reino de Dios tal como Jesús
nos lo presenta y enseña. Es un camino de pobreza y de libertad interior el que
tenemos que vivir, aunque nos cueste pero que será lo que en verdad nos hará
grandes.
Aunque nos
parezca que el mundo está en contra nuestra sin embargo algunas veces el mundo
no cree porque no ve en nosotros claramente esa congruencia con el evangelio
que anunciamos y que no termina de manifestarse en nuestra vida ni en nuestra
Iglesia.
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