Un talante de misericordia y una disponibilidad generosa del
corazón serán necesarios para hacer un buen anuncio de la Buena Nueva del Reino
Oseas 11, 1-4. 8c-9; Sal 79; Mateo 10,
7-15
El texto que hoy se
nos ofrece en el evangelio es continuación del que ayer escuchábamos.
Recordamos que Jesús había escogido de entre los discípulos a los doce que iba
a constituir como Apóstoles y los envía a proclamar el Reino de Dios para lo
que les hace una serie de recomendaciones. Es el maestro que traza el camino
del discípulo para que cuando se les envíe con su misma misión puedan
realizarla según el designio y voluntad de Dios. El discípulo sigue siempre los
pasos de su maestro.
Por eso, podríamos
decir que se necesita un talante muy especial. No se trata solamente de repetir
palabras sino que el mensaje que transmitimos tiene que ser en verdad un
anuncio de vida. De la misma manera que las gentes decían de Jesús que sí
hablaba con autoridad y hacían su comparación con lo que habitualmente
escuchaban de los maestros de la ley, así han de hacer ahora sus enviados. Es
un anuncio de una buena nueva, de una buena noticia para todos; y como buena
noticia que es, en verdad ha de ser anuncio de algo nuevo que se va a producir
en el corazón de los hombres. Pero esto tiene que reflejarse en el que lleva el
mensaje. Un buen testigo no es el que se reduce a repetir algo sabido sino que
nos está ofreciendo un testimonio de algo verdaderamente vivido.
Jesús les envía a
hacer el anuncio del Reino de Dios y les da autoridad para curar enfermos,
resucitar muertos, expulsar demonios. Es bien significativo, porque el anuncio
tiene que ir acompañado de unas verdaderas entrañas de misericordia. Somos
conscientes de la realidad de ese mundo al que somos enviados y tenemos que ser
capaces de descubrir donde está el sufrimiento del corazón del hombre;
enfermedad, muerte, dolor, sufrimiento, mal es lo que tenemos que saber en
verdad descubrir.
Pero descubrirlo no es
simplemente saberlo y como quedarnos insensibles porque parece que a nosotros
no nos toca, sino ponernos manos a la obra para ayudar a salir de ese
sufrimiento, de ese mal que se ha metido en el corazón del hombre y que tanto
daño nos está haciendo. Por eso como dice el evangelista les da autoridad para
curar enfermos ayudando a paliar todo lo que sea dolor y sufrimiento, a llevar
vida porque en verdad desterremos todos los signos de muerte de entre nosotros,
y a luchar contra ese mal porque ayudemos en verdad a ir transformando el
corazón del hombre para arrancar todo egoísmo y toda violencia, para llenarlo
de amor e inundarlo con la paz.
Fijémonos que eso es
lo que les dice Jesús que han de ir realizando, es su primera palabra; son
mensajeros de paz, constructores de paz para en verdad hacer un mundo nuevo.
Así se manifiesta el Reino de Dios. Por eso no nos pueden faltar esas entrañas
de misericordia, no nos puede faltar esa disponibilidad generosa para estar
siempre en esa actitud de servicio. No se siente apegado a nada sino que todo
generosamente lo comparte y por todos se da. ¿Qué importan las túnicas o las
sandalias, el dinero que llevemos en el bolso o donde nos vamos a quedar? como
nos señala Jesús en el pasaje del evangelio de hoy. No nos podemos quedar
encerrados porque no seríamos capaces de descubrir entonces el sufrimiento de
nuestros hermanos los hombres a los que tenemos que ir a curar y a sanar.
¿Será ese nuestro
talante? ¿Serán esas las entrañas de misericordia que nos harán conmovernos
ante el sufrimiento de los demás? ¿Habrá todavía quien sea capaz de decir que
ya no hay pobres o que si hay gente con pobreza es porque quiere? En más de una
ocasión he escuchado reacciones así incluso en personas que por su condición
tenían que estar más atentos a lo que sucedía en el entorno de su comunidad.
¿En qué mundo vivían y cual era la sensibilidad de sus corazones? No queremos
juzgar ni condenar, porque todos tenemos nuestras arrancadas insolidarias
muchas veces, pero duele en el alma que un discípulo de Jesús pueda tener unos
planteamientos así. Y son cosas de las que nos podemos contagiar.
Cuánto necesitamos
empapar nuestro corazón de misericordia y lleguemos a dar ese testimonio vivo
de unos testigos del Reino de Dios. Una iglesia verdaderamente misionera no
puede ignorar donde hay alguien con necesidad, una persona atenazada por el
sufrimiento, o un anciano que viva en la soledad. No sería la Iglesia de
Cristo.
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