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miércoles, 20 de junio de 2018

Nos alejamos de las vanidades buscando interioridad, pero no abandonamos a ese mundo por el que hemos de pedir y ante el cual hemos de ser signos de la presencia de Dios



Nos alejamos de las vanidades buscando interioridad, pero no abandonamos a ese mundo por el que hemos de pedir y ante el cual hemos de ser signos de la presencia de Dios

2Reyes 2. 1. 6-14; Sal 30; Mateo 6, 1-6- 16-18

Hay gente que parece que ya no tienen abuela que les ría siempre las gracias o que esté diciendo siempre qué bonito y qué bueno es mi nieto, cuantas cosas buenas que hace. Es un dicho que se suele emplear, ‘ya no tienes abuela’, cuando nos encontramos con alguien que no hace sino hablar de si mismo y de todo lo que hace; cuenta maravillas de si mismo y parece que no hubiera otro que fuera capaz de hacer todo lo que hace él.
Es la vanidad que se nos mete en la vida; hacemos algo bueno pero queremos que se sepa bien para que todos conozcan cuánto valemos nosotros; nos vamos dando importancia por el trabajo que tenemos, por la familia a la que pertenecemos, el pueblo de donde procedemos, los títulos que tenemos que colgamos bien enmarcados para que todos vean lo importante que nosotros somos.
No sé lo que a ustedes les pasará ante individuos así, tan henchidos de si mismos, pero salvo que nos dediquemos nosotros también a la adulación, son personas que nos producen un cierto rechazo, porque no nos gustan esas vanidades, o porque parece que les hace ser uno como inferior y que no seriamos capaces de llegar al talón de su zapato.
Es cierto que los valores que tenemos hemos de desarrollarlos que nos ayudará a crecer nosotros como personas, pero también sabemos que cuanto somos y lo que son nuestros valores también tienen una función social con lo que podemos ayudar a los demás e ir contribuyendo a un desarrollo de nuestro mundo y hacer que nuestra sociedad sea mejor. Pero todo eso no tiene que estar mezclado con la vanidad. Esa vanidad del amor propio, del orgullo, que nos hace mirar nuestro ombligo y no seremos capaces de ver lo bueno de los demás.
Y esto en todos los aspectos de nuestra vida, en nuestra propia mirada interior, donde tenemos que saber, es cierto, reconocer nuestros valores, pero dar gracias a Dios por cuanto nos ha regalado y nos sigue regalando cada día; pero esto es muy importante también en nuestras relaciones con los demás. Y es que el hombre vanidoso se endiosa en si mismo y puede hacer daño a los otros aunque crea en su orgullo que les está haciendo tantas cosas buenas. Las relaciones de sencillez, de humildad, de disponibilidad generosa para el servicio nos ayudan y son las que de verdad nos hacen felices a todos.
Y hoy Jesús nos recuerda en el evangelio cuál es la actitud humilde con que hemos de saber acudir a Dios. Ante Dios no nos valen las prepotencias; ante Dios tenemos que saber acudir con corazón humilde; cuando nos ponemos ante Dios lo hacemos con la sencillez de los que se sienten hijos, pero que también se sienten hermanos de los demás. Nos habla Jesús de nuestra oración en lo escondido y en el silencio de tu habitación interior. No es la habitación física a lo que se está refiriendo Jesús sino a esa habitación interior de nuestro corazón. Claro que también hemos de buscar un lugar con ambiente adecuado para poder hacer mejor ese silencio interior para escuchar y sentir a Dios.
Aunque también en medio de la barahúnda de los ruidos y de los gritos de los que nos rodean también hemos saber ir a esa habitación interior y saber hacer ese silencio interior para mejor sentir a Dios. A ese mundo que grita y hace ruido en nuestro entorno también nosotros hemos de presentar a Dios en nuestra oración. Nos alejamos buscando interioridad, pero no abandonamos a ese mundo por el que tenemos que pedir y ante el cual también hemos de ser signos de la presencia de Dios.

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