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domingo, 17 de junio de 2018

Con una mirada de luz tenemos que mirar nuestro mundo para saber descubrir ese brote nuevo que con la fuerza del Espíritu hará surgir un mundo mejor


Con una mirada de luz tenemos que mirar nuestro mundo para saber descubrir ese brote nuevo que con la fuerza del Espíritu hará surgir un mundo mejor

Ezequiel 17, 22-24; Sal 91; 2Corintios 5, 6-10; Marcos 4, 26-34

A veces podemos tener la tentación de ponernos pesimistas en la vida; desde situaciones personales, pero también desde lo que podemos palpar en nuestra sociedad, en aquellos ambientes de la comunidad en los que nos movemos, grupos a los que podemos pertenecer, programas sociales en los que nos sintamos implicados, o incluso hasta en nuestra realidad eclesial.
Nos puede parecer que las cosas no marchan, o al menos con la rapidez o intensidad que nosotros desearíamos, nos parece que los implicados somos menos o que la gente ha perdido la ilusión, nuestros grupos parecen cada vez mas pequeños y la gente menos implicada, es por otra parte tanta la maldad, la corrupción, el mundo de la drogadicción, y otras situaciones desagradables que vemos en el entorno de la sociedad, aparte de una transformación que vemos de la vida que muchas veces no sabemos a donde nos va a llegar.
Es cierto que vemos también gente comprometida, momentos en que parece que florece la solidaridad ante situaciones puntuales, hay gente que se agrupa y quiere trabajar conjuntamente en muchas cosas, gente que sigue luchando contracorriente aunque nos parezca que no se avanza, pero aun así nos parece que somos un resto muy pequeño en medio de toda la problemática de nuestro mundo. Nos gustaría ver transformado nuestro mundo, hacerlo mejor, pero ¿qué somos ante algo tan complejo? ¿Qué podemos hacer? ¿Cómo avanzar? Decíamos antes que nos volvíamos pesimistas.
Es el ámbito de nuestra sociedad, pero es también el lugar concreto de la Iglesia. Es cierto que surge un movimiento renovador muy grande, que queremos embarcarnos en las tareas de nueva evangelización de nuestra sociedad, pero aunque vivamos en lugares que nos decimos que todos somos cristianos, quizá simplemente por tradición, vemos que la sociedad que camina a nuestro alrededor va bien lejos de la Iglesia. Tantos que se manifiestan en contra, que se presentan como agnósticos, que viven sin ninguna referencia a Dios, ni a la religión ni a la Iglesia, y no podemos abarcar todo lo que quisiéramos, no sabemos como llegar a hacer ese anuncio de Jesús y su evangelio al mundo actual, al mundo concreto en el que aquí y ahora vivimos. ¿Nos entrará también el desencanto?
Los creyentes, los que deseamos seguir de verdad el camino de Jesús queremos dejarnos conducir por el Espíritu del Señor aunque muchas veces se nos obnubile la mente y el corazón. Pero seguimos cada día o al menos cada semana dejarnos iluminar por la Palabra de Dios.  Es lo que queremos hacer cuando acudimos cada domingo a la celebración de la Eucaristía y deseamos en verdad que esa Palabra que se nos proclama llegue de forma muy concreta a nuestro corazón y responda a expectativas e inquietudes. Es una tarea ingente y hermosa la que tienen que hacer nuestros pastores, para que no nos vayamos de la celebración con la misma hambre y la misma sed con que habíamos entrado al templo, quedándonos vacíos espiritualmente.
Creo que la Palabra que se nos proclama en este domingo puede arrojar mucha luz para llenar nuestro corazón de paz y de esperanza y sentir que con la fuerza del Espíritu eso poco que nos parece que estamos haciendo tiene una fuerza grande y transformadora.
Nos habla Jesús en parábolas. Pero parábola es en cierto modo también lo que hemos escuchado con el profeta. Nos habla de una pequeña ramita, un cogollo de un inmenso cedro; una ramita pequeña pero de la que brotará un cedro hermoso que dará sus frutos.
Son las imágenes que nos ofrecen las dos parábolas. Una semilla arrojada a la tierra, y que allá bajo la tierra germina en silencio para que a su tiempo brote una nueva planta y podamos finalmente contemplar un campo hecho un nuevo trigal que a su tiempo nos dará también su fruto. Igualmente la pequeña e insignificante semilla de la mostaza, pero que cuando germina y brota una nueva planta será una hortaliza más grande que el resto de hortalizas del huerto, en la que llegaran a anidar también los pájaros.
Pequeño brote, pequeña semilla, plantas pequeñas que una vez germinada la semilla Irán creciendo y creciendo para multiplicar los frutos. Algo misterio que se realiza y produce en la misma semilla y en la misma planta que nos está hablando de ese misterio de la vida, de ese misterio que se produce en el interior del hombre y que se puede producir en el interior de la misma sociedad para hacer surgir un hombre nuevo, una sociedad nueva. Pero todo tiene su tiempo, su ritmo, y hemos de aprender a respetar ese ritmo de las cosas, de las personas, incluso de nuestra sociedad.
A nosotros nos toca ser esa semilla, ese brote, que nos puede parecer pequeño e insignificante, pero que como creyentes sabemos que está, digámoslo así para seguir con la imagen, germinado por el Espíritu que lo hará fecundo. Tengamos paz y tengamos esperanza. No podemos desanimarnos sino que tenemos que seguir sembrando; quizá no nos toque a nosotros recoger los frutos; nosotros recogemos hoy lo que otros antes que nosotros sembraron. Tenemos que dejarnos iluminar por la Palabra de Dios.
Y es la tarea, sí, que realizamos en la Iglesia, pero es la tarea que tenemos que realizar en nuestro mundo. Porque también tenemos que saber apreciar esos pequeños brotes que otros también están sembrando para hacer una sociedad nueva y mejor. Y aunamos nuestras fuerzas, y valoramos todo lo bueno, y trabajamos unidos a los demás, sin perder nunca por supuesto nuestras metas, nuestros ideales, los principios que animan nuestra vida para hacer esa sociedad mejor que nosotros queremos que sea el Reino de Dios.
No nos valen los pesimismos, ni las miradas llenas de sombras. La Palabra del Señor nos hace mirar con una mirada de luz.

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