Dejémonos transformar por el amor para arrancar de nosotros esas amarguras que tanto daño nos hacen cuando no nos sabemos aceptar mutuamente
1Reyes 21, 17-29; Sal 50; Mateo 5, 43-48
Esa persona me cae mal, no la aguanto, cuando la veo se me revuelven
las tripas (¡!), con todo lo que me hizo, lo que habló de mi, el daño que me
hizo; por eso, si puedo, la evito, ella por su camino que yo voy por el mío y
que no se tropiece conmigo.
Cosas así escuchamos demasiadas veces en nuestro entorno; cosas así
podemos en algún momento nosotros sentir por dentro. Podríamos pensar en muchas
cosas concretas en ese sentido; y nos encontramos con vecinos que aunque
viviendo puerta con puerta no se hablan, personas que pasan indiferentes ante
aquellos que un día les hicieron algo – aunque no se si tan indiferentes o con
muchos sentimientos encontrados en su interior -, familiares que se han dejado
de hablar porque en un momento determinado tuvieron sus diferencias, cosas que
no se olvidan y se recuerdan aunque pasen los años.
Pero hemos de reconocer que todo eso produce muchas amarguras en
tantos corazones, porque aunque se diga que cada uno viva su vida y cada cual
aguante el palo de su vela, sin embargo en el interior no nos sentimos quizá
con tanta paz. Y es triste que vivamos con los corazones rotos, que se hayan
roto tantas relaciones familiares o de amistad o vecindad que en un momento
quizá fueron maravillosas, porque seguimos con nuestros orgullos en nuestro
interior. Y hay quien se pregunta que puede hacer, cómo resolverlo, cómo
olvidar, cómo restaurar cariños o amistades perdidas. Es difícil.
Hoy Jesús nos propone tres acciones a la hora de situarnos frente a
situaciones así. Jesús nos habla de cosas muy concretas; Jesús tiene en cuenta
eso que son nuestros dramas interiores y lo que quiere es que encontremos la
paz. Son cosas muy sencillas las que Jesús nos propone, aunque nos puedan
parecer difíciles. ‘Amad a
vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen, rezad por quienes os
persiguen’. Tres
acciones derivadas lógicamente del estilo del amor que quiere para nuestras
vidas.
¿Son enemigos? ¿Por qué razón?
¿Por qué piensan distinto, tienen otra manera de concebir las cosas? ¿Porque
quizá luchan contra nosotros y en esas luchas podrían hacernos daño? ¿O los
consideramos enemigos porque un día hicieron algo que no nos agradó o contra
nosotros o contra lo nuestro?
Pues Jesús nos dice que
pongamos amor. Sí, es difícil, pero nos está pidiendo que seamos capaces de
ponerlos en nuestro corazón. Y una forma de ponerlos en nuestro corazón es
rezando por ellos. Simplemente desde nuestro corazón ponerlos en la presencia
de Dios en nuestra oración. Y cuando seamos capaces de rezar por ellos – que es
una forma ya de hacerles el bien – seguro que seguirlos haciendo el bien a esas
personas en muchas cosas, estaremos poniéndolas en nuestro amor.
Cuando seamos capaces de
hacer eso por quienes nos hayan dañado, nos hayan perseguido, por aquellos a
los consideramos o ellos se consideran nuestros enemigos, estaremos comenzando
a alejar de nuestro corazón el odio, el rencor, los resentimientos, la ira, la
violencia, los deseos de venganza. Era la reacción primaria a cuanto pudieran
habernos hecho, pero lo estamos transformando por la fuerza del amor, y
podremos comenzar a tener paz en nuestro corazón, y se estarán alejando las
amarguras que tanto daño nos hacían, y estaremos comenzando a olvidar y a
perdonar.
Y Jesús nos da unas razones
y motivaciones. Somos hijos de nuestro Padre del cielo, el Padre del cielo que
a todos ama. ¿Vamos nosotros a enmendarle la plana a Dios diciendo que esas
personas no merecen ser amadas de Dios? Si nos decimos que somos hijos de Dios
y creemos en El, ¿en que nos vamos a diferenciar de los demás? Amar a los que
los aman o hacer el bien a quien te haya hecho el bien, eso lo hace cualquiera.
Pero un hijo de Dios que ha experimentado su amor en su vida en algo tendrá que
diferenciarse. ‘Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo’,
nos dice Jesús.
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