Saboreemos esa hermosa palabra y más que palabra con la
que Jesús nos enseñó a llamar a Dios, Padre
Eclesiástico 48, 1-15; Sal 96; Mateo 6, 7-15
También quizás nosotros sentimos la necesidad, ¿o no?, de pedirle a
Jesús que nos enseñe a orar. Hay momentos en que no nos sentimos satisfechos de
nuestra oración, de cómo la hacemos. ¿Hacer una lista de cosas que pedirle a
Dios para que nos ayude? ¿Darle gracias porque suficientes motivos tenemos para
esa gratitud con Dios? ¿Quedarnos en silencio sin saber que hacer o qué decir,
simplemente saboreando esa quietud, ese silencio, esa presencia de Dios?
Vemos a otras personas rezar, sabemos de quienes no se olvidan nunca
de hacer sus oraciones en la mañana y en la noche, vamos a una iglesia y vemos
a otras personas recogidas en silencio, de rodillas o sentados, en meditación,
en oración; y quizá sentimos desazón en nosotros porque hay ocasiones en que
parece que estamos rezando pero quizá andamos perdidos, nos contentamos en
repetir unos rezos o nuestra mente anda como loca por otros lugares en su
imaginación, aunque quizás demos la impresión que estamos enfrascados en
nuestra oración. ¿Les pasa igual a otras personas? ¿Cómo hacer que mi oración
sea oración de verdad? Parece que no terminamos de aprender, no sabemos cómo
hacer.
Porque los discípulos veían a Jesús orando un día vienen a pedirle ‘Maestro,
enséñanos a orar’. En el evangelio de Mateo que ahora estamos siguiendo nos
encontramos en el sermón del monte que se inició con las bienaventuranzas. Y
entre todas las cosas que va desgranando Jesús en su enseñanza ahora llega el
momento en que quiere enseñarnos a orar. Y si abrimos muy bien los oídos a la
enseñanza de Jesús nos daremos cuenta que nos viene a decir que orar es fácil.
‘Cuando recéis, no uséis
muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les
harán caso’, les viene a
decir Jesús. Sí, no es cuestión de muchas palabras, Dios conoce nuestro corazón,
nuestras necesidades, nuestros problemas y nuestras preocupaciones. Si ya Dios
lo conoce todo, ¿entonces no es necesario orar? Todo lo contrario, necesitamos
orar, pero tenemos que aprender a hacerlo bien. No es que no le presentemos a
Dios nuestras necesidades o queramos poner en su presencia a aquellas personas
que amamos y que queremos recordar.
Es algo más grande y más
hermoso pero también más sencillo. Con la forma de orar que nos está enseñando
Jesús lo que El quiere es que aprendamos a saborear a Dios, a saborear su amor,
a saborear su presencia. Y claro que cuando nos sintamos inundados de su
presencia todo aquello que está en nuestro corazón, en nuestros deseos o en
nuestros gozos va a brotar como de manera espontánea ante Dios. Pero comencemos
por saborear su presencia y su amor. Por eso la primera palabra en la que
tenemos que pensar y la primera que tenemos que decir es ‘Padre’.
Cuando vamos a hablar con
nuestro padre o con nuestra madre la primera palabra que brota de nuestros
labios es ‘papá’ o ‘mamá’. Es como llamar su atención; es como decirle ‘aquí
estoy’; es sentir que ahí está nuestro papá, nuestra mamá, y con eso nos
gozamos, con eso todo lo demás vendrá casi de forma espontánea. Cuando decimos
‘papá’ o ‘mamá’ no vamos con miedo, con temor; vamos con la seguridad del amor,
del amor que les tenemos, pero del amor que sabemos que ellos nos tienen; vamos
con la confianza de que nos sentimos amados y escuchados, de que estamos a su
lado y ellos están a nuestro lado.
Desde esa experiencia
humana que vivimos con nuestros padres aprendamos a vivir y gozarnos en el amor
y en la presencia de Dios. Seguro que cuando lleguemos a sintonizar de verdad
con su amor surgirá nuestra oración que es nuestra respuesta de amor.
Saboreemos esa hermosa palabra y más que palabra con la que Jesús nos enseñó a
llamar a Dios, Padre.
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