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domingo, 8 de abril de 2018

Se acabaron los miedos, se abren de nuevo las puertas, podremos reencontrarnos caminando juntos, nos sentiremos de verdad hermanos porque Jesús resucitado está con nosotros


Se acabaron los miedos, se abren de nuevo las puertas, podremos reencontrarnos caminando juntos, nos sentiremos de verdad hermanos porque Jesús resucitado está con nosotros

Hechos de los Apóstoles 4, 32-35; Sal. 117;  1Juan 5, 1-6; Juan 20, 19-31

Puertas cerradas y miedos. Seguimos con puertas cerradas, seguimos con miedos. Ya es raro que cuando vayamos por una calle veamos las puertas de las casas abiertos, incluso las ventanas; ponemos rejas, no queremos que entren. Miedos y desconfianzas, por todas partes vemos peligros, toda personas desconocida nos hace sentir en desconfianza. Es cierto que la seguridad parece que no es tanta. Oímos hablar de gente que se mete en las casas ajenas, estamos presenciando por todos los medios excesivas violencias y nos llenamos también en nuestros miedos de violencias. ¿Autodefensa quizás?
Pero puede ser sintomático de algo más. De otras puertas que cerramos en la vida, de otras rejas que interponemos entre unos y otros, de otras desconfianzas que van más allá de la seguridad, de otras violencias que nos creamos en nuestro interior. ¿Será quizá falta de sinceridad en la comunicación entre unos y otros? ¿Será quizá que nos parece que vamos a ser más felices si nadie nos molesta, si andamos cada uno por nuestro lado, si no nos complicamos demasiado la vida con la problemática de nuestro mundo o la problemática que veamos en la gente de nuestro entorno? Y nos encerramos en nuestras casas o en nuestras cosas. Y echamos balones fuera, a otros les toca resolver esas cosas y nos encerramos en nuestro cascarón.
Y es en nuestra vida social, en nuestras relaciones con los demás, nos puede suceder hasta en las relaciones en el mundo de la vida de la familia, pero será también en el ámbito de nuestra vida interior, de lo que pueda ser nuestra espiritualidad, de lo que ataña a nuestra vida religiosa, a lo que es o sea la fe que queremos vivir o no. Eso es cosa mía, no decimos. Eso es de lo privado nos dicen quizás para que no hagamos manifestaciones publicas de nuestra fe y nuestra religiosidad. Ponemos vallas o intentan ponernos vallas que no queremos o no podemos traspasar. ¿Y nos quedamos tan contentos con situaciones así que nos buscamos o que quizá otros quieran imponernos? Puertas cerradas y miedos…
Hoy nos habla el evangelio que en ‘el anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos’; y nos dirá luego también que uno de los discípulos tampoco estaba allí, estaba fuera, se había ido a sus cosas.
Y es entonces cuando están viviendo esa situación cuando llega Jesús y se pone en medio de ellos. Y les saluda con la paz. Y ellos se llenan de alegría, y luego al que no estaba le comunicarán la buena noticia, aunque él no quiere creérselo sin las pruebas que él exige.
Una primera consideración que podríamos hacernos iría por esas puertas cerradas o ese irnos por nuestro lado además con nuestras particulares exigencias para las pruebas. Algunas veces nos sucede, sí, en el ámbito de nuestra fe. Tenemos miedo y no queremos quizá llegar más allá de lo que a nosotros nos pueda parecer razonable. Y así como en la vida cuando ponemos barreras ante los demás no podrá haber una buena comunicación, también con esas barreras que ponemos en nuestra fe y en nuestra relación con el Señor no llegamos a una verdadera comunión, no llegamos a terminar de experimentar la presencia de Dios en nuestra vida. Y por eso seguimos con nuestros miedos y con nuestras dudas.
Cuando más tarde, a la semana siguiente, vuelva Jesús y ya Tomás esté con ellos Jesús querrá responder a esas peticiones de pruebas que había hecho el apóstol, pero ya no necesitará nada, porque allí está Jesús y le será suficiente para confesar su fe. ‘¡Señor mío y Dios mío!’, exclamará.
¿No será eso lo que nosotros necesitamos? Quizá también nos hubiera gustado estar allí y poder tocar las cicatrices de sus llagas, poner la mano en su costado allí donde la lanza lo atravesó. ¿Y por qué no pensamos que eso lo podemos hacer? Sí, mira a tu lado y contempla tantas llagas que llevan en su alma y también en su cuerpo muchos hermanos con los que nos vamos cruzando en los caminos de la vida.
Atrévete y acércate y toca sus llagas. Acércate y toca la llaga de su sufrimiento, de su soledad, de sus lagrimas; acércate e interésate por esa persona que sufre, acompáñala, camina a su lado, entiende el drama que quizá vive en su familia con unos hijos a los que no puede alimentar bien; entiende el drama de sus conflictos en el matrimonio, o en la relación con sus vecinos y mira donde está su sufrimiento; interésate por esa persona que es maltratada, por quien se siente incomprendido y nadie escucha; pon tus oídos, pon tus ojos, pon tu mano, sé capaz de ofrecer una palabra, una compañía, una sonrisa, un silencio para estar a su lado.
Son las llagas de Jesús. Ahí estarás tocando a Jesús, contemplándole vivo y resucitado; así estarás llevando tú también a Jesús a los demás y proclamando que es el Señor que vive y que quiere la vida para todos. Será un encuentro vivo con Jesús el que tú estás teniendo y vas a comenzar a sentir como los discípulos de Emaús cómo arde tu corazón, y te llenarás de una nueva alegría como sintieron los discípulos del cenáculo. Y sentirás entonces cómo te llenas del Espíritu de Jesús y podrás ir a poner paz donde hay tanta violencia, a ofrecer perdón y reconciliación en donde hay tanto desamor y tanto odio, y serás capaz de ir haciendo un mundo nuevo donde todos podamos encontrarnos y sentirnos hermanos.
Se acabaron entonces los miedos, se abren de nuevo las puertas, podremos reencontrarnos para ser felices caminando juntos, nos sentiremos de verdad hermanos porque nos amamos de verdad. Jesús resucitado está entonces con nosotros.



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