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sábado, 1 de julio de 2017

Del centurión aprendemos a ser humildes y nunca creernos merecedores de todo poniendo toda nuestra confianza y esperanza en la Palabra de Jesús

Del centurión aprendemos a ser humildes y nunca creernos merecedores de todo poniendo toda nuestra confianza y esperanza en la Palabra de Jesús

Génesis 18,1-15; Sal 1; Mateo 8,5-17
A veces solo necesitamos quien nos escuche, a quien podamos contarle con confianza nuestra situación, nuestros problemas; no es que busquemos quizás en ese momento soluciones inmediatas, pero el desahogo de lo que es nuestra preocupación, del dolor que llevamos dentro de nosotros, es para nosotros suficiente, es lo verdaderamente importante. Después pueden venir las soluciones o puede venir la fortaleza y la paz que sentimos en nuestro interior porque fuimos escuchados y parece que ya nos encontramos distintos; después puede aflorar una fe fuerte que nos hace confiar en que podemos salir de aquella situación o podemos ver una luz al final del túnel de la vida en que nos vemos metidos.
Pero importante es esa confianza que hemos encontrado al ser escuchados. Cuánto necesitamos todos de eso en la vida para no sentirnos solos, para no vernos hundidos, para descubrir que hay tablas de salvación a las que podemos agarrarnos para seguir luchando contra esos embates que nos da el mar de la vida.
Hoy vemos llegar hasta Jesús a un hombre que viene a contarle sus preocupaciones, el problema grande que tiene en su casa. El no es judío. En principio no parece que venga pidiendo nada. Solo cuenta lo que le pasa y encuentra una palabra de respuesta. Una respuesta que quizás no esperaba. Era un gentil, un romano en medio de los judíos donde se sabía que no eran queridos ni aceptados, pero aun así acude a Jesús porque ha encontrado la confianza de que va a ser escuchado.
La respuesta de Jesús le coge descolocado porque no era lo que esperaba. ‘Voy yo a curarlo’. Aflora ahora todo lo mejor que lleva dentro de sí. Aparece patente su fe y su humildad. No esperaba él que Jesús quisiera ir a su casa. Sabe su condición, no es judío, y el que Jesús quisiera ir a su casa lo considera algo grande y de lo que no es merecedor. No se considera digno. Como un día dijera Isabel ante la visita de María, ‘¿Quién son yo para que me visite la madre de mi Señor?’ Ahora dirá el centurión ¿Quién soy yo para que Dios mismo venga a mi casa? Ahí está su humildad, y ahí está la grandeza de aquel hombre.
Pero está también su fe. Confía en la Palabra de Jesús. Será de ahora en adelante un ejemplo de cómo hemos de confiar en la Palabra de Jesús, de manera que convertimos sus palabras en modelo de oración para nosotros. Sabe de la fuerza poderosa de la Palabra de Jesús. No necesita nada más, no son necesarios signos externos, basta solo su palabra con toda su autoridad. Su fe es fuerte, porque su fe es humilde. Su fe es grande porque nace de un corazón humilde, de quien se sabe pequeño e indigno, pero aun así sigue confiando porque cree sobre todo en el amor de Dios.
Cuántas cosas nos dice todo esto. Cuánto ejemplo para nosotros, para que aprendamos a ser humildes, para que no nos creamos nunca merecedores de todo que al final ni damos gracias, para que pongamos toda nuestra confianza en la Palabra del Señor, para que aprendamos a dejarnos conducir por la fuerza el Espíritu.
No son necesarios más comentarios. Escuchemos y contemplemos. Abramos los oídos de nuestro corazón y plantemos su Palabra en nosotros. Los que creen se convertirán en hijos de Dios. Y no olvidemos de tener un corazón abierto y acogedor para escuchar a tantos que pasan a nuestro lado con sus preocupaciones y problemas.

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