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viernes, 29 de mayo de 2015

La higuera muy frondosa y llena de hojas pero sin fruto es imagen de nuestra propia vida y los frutos que no damos

La higuera muy frondosa y llena de hojas pero sin fruto es imagen de nuestra propia vida y los frutos que no damos

Eclesiástico 44,1.9-13; Sal 149; Marcos 11,11-26
Escuchando el evangelio de hoy comienzo preguntándome si en verdad mi oración al Señor es con verdadera y profunda fe poniendo radicalmente mi confianza en Dios. Presuponemos la fe en nuestra oración, porque de lo contrario no tendría sentido salvo que sea una rutina tan grande que no sepa ni lo que estoy haciendo. Pero ¿mi fe y mi confianza son totales en que Dios de verdad me escucha?
Reconocemos que muchas veces nos llenamos de dudas porque nos parece que Dios no nos concede lo que le pedimos tal como se lo pedimos. Claro que tenemos que entender que poner totalmente esa fe en Dios no es para mover montañas o higueras de un sitio para otro. Lo primero que tiene que moverse de verdad es mi corazón para confiar en el Señor y creer en su Palabra. Es a lo que nos está invitando hoy Jesús en el evangelio.
Todo parte en el evangelio del hecho de que Jesús en el camino de Betania a Jerusalén se acerca a una higuera muy frondosa y llena de hojas pero en la que no encuentra fruto. Por las palabras de Jesús al día siguiente Pedro se dará cuenta de que la higuera está seca. De ahí parte lo que Jesús nos dirá de la oración.
Pero en esa higuera muy frondosa y llena de hojas pero que no tiene fruto también tendríamos que reflexionar en relación a nuestra propia vida y a los frutos que tendríamos que dar y que quizá no damos. Entre los agricultores una planta muy llena de hojas pero que no da fruto se suele decir que está llena de vicio; así recuerdo oírle decir a mi padre. Esto tendría que hacernos reflexionar sobre nuestra vida en muchas ocasiones muy llena de apariencias pero que realmente no da fruto. ¿Será acaso porque no la hemos cuidado convenientemente?
Los agricultores podan las vides y los árboles para que puedan dar buenos frutos además de todos los cuidados de abonos y demás atenciones que les dan. ¿No será algo de eso lo que nos puede faltar en nuestra vida porque quizá no tenemos una honda espiritualidad o no somos capaces de podar en nosotros aquellos brotes malos, viciosos, que pudieran ir apareciendo en nuestra vida?
Tenemos que purificar nuestra vida. Hoy también contemplamos a Jesús que purifica el templo de todas aquellas cosas que se habían ido introduciendo en él, traficantes, vendedores, cambistas… de manera que más parecía un mercado o una cueva de bandidos, como hoy nos dice. Son tantas las cosas de las que vamos llenando nuestra vida, tantos los apegos a los que nos esclavizamos, tanta la superficialidad con que muchas veces vivimos, de los que tenemos que purificarnos para darle verdadera profundidad a nuestro ser, crecer en una auténtica espiritualidad, hacer crecer nuestra fe para que demos verdaderos frutos de santidad.
Y Jesús terminará dándonos una hermosa recomendación. ‘Y cuando os pongáis a orar, perdonad lo que tengáis contra otros, para que también vuestro Padre del cielo os perdone vuestras culpas’. Con un corazón limpio de maldad, del que hemos alejado toda clase de rencores y resentimientos tenemos que acudir al Señor en nuestra oración. Por eso cuando nos dé el modelo de nuestra oración en la petición de perdón a Dios nos enseñará: ‘perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden’. Y es que cuando oramos al Señor y le pedimos perdón ya ha de ir por delante ese perdón que nosotros les ofrecemos siempre generosamente a los demás. En la misma oración el Señor nos ayudará para que podamos hacerlo.


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