Vaciemos el corazón de nuestras materialidades y nuestros orgullos para que quepan en él nuestros hermanos
Eclesiástico
17,20-28; Sal
31; Marcos
10,17-27
Hay quien sigue pensando que con el dinero lo puede
comprar todo y sobre todo que las riquezas son las que le van a dar la
felicidad. Dicho así quizá podemos decir fácilmente que estamos de acuerdo, que
la felicidad no consiste precisamente en la posesión de cosas, pero quien no ha
escuchado o se ha dicho a si mismo aquello de que el dinero no da la felicidad
pero ayuda a conseguirla.
Es algo que con frecuencia escuchamos y estamos
tentados en el fondo de nosotros mismos a pensar así. Pero tendríamos que
preguntarnos con toda sinceridad si es el dinero el que nos va a ofrecer de
verdad ilusión, sentido, esperanza, amor, ternura, compañía, amistad…
Es el dilema en que se encontró el joven del que nos
habla hoy el evangelio. Era bueno, había sido cumplidor desde siempre en todo
en su vida, soñaba con cosas grandes, pero le llegó la confusión a su alma.
Cuando Jesús complacido en lo que le estaba diciendo aquel joven le ofrece el
camino para esas metas altas con las que soñaba diciéndole que se despojara de
todo, que vendiera sus posesiones, que lo repartiera todo con los pobres para
poder seguirle con un corazón verdaderamente libre, aquel muchacho se volvió
atrás. Era muy rico, tenía muchas cosas, pero lo peor es que tenía el corazón
apegado a ellas y desprenderse de esos apegos le haría sangrar el corazón. Y
erró el camino. ‘A estas palabras, él
frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico’.
Y ya escuchamos las palabras de Jesús que ve marcharse
con tristeza a aquel joven que podía soñar con metas grandes. ‘Hijos, ¡qué difícil les es entrar en el
reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero! Más fácil le es a un
camello pasar por todo el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de
Dios’.
A los discípulos les va a costar entender estas
palabras de Jesús y dirán que lo que Jesús propone es imposible. Claro por
nosotros mismos no seremos capaces porque los apegos del corazón se nos enraízan
de tal manera que nos harán sangrar cuando tratamos de arrancarlos. Cuánto nos
cuesta desprendernos de nuestras cosas, de nuestras ideas, de nuestros
caprichos, de nuestro yo. Cómo nos sentimos tentados a encerrarnos en nuestras
cosas y en nosotros mismos. Cuánto nos cuesta compartir y no es solo lo
material sino lo nosotros mismos somos.
Pero como nos dirá Jesús esto no será algo que hagamos
por nosotros mismos, sino que Dios actuará en nosotros. ‘Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo’.
Si Dios está con nosotros, ¿Quién podrá contra nosotros? Ayer celebrábamos con
Pentecostés el don del Espíritu Santo que se nos ha concedido. Sintamos en
verdad su fuerza, la gracia que nos acompaña.
No busquemos cosas extraordinarias que hacer, sino en
ese día a día que hemos de vivir con desprendimiento, con generosidad,
abriéndonos a los otros y dejándolos entrar en nuestro corazón sintamos la
presencia del Espíritu. Pensemos que si tenemos el corazón lleno de esas
materialidades o lleno de nuestro yo o nuestro orgullo no podremos dejar entrar
a los demás en él; para que quepan nuestros hermanos, hemos de vaciarlo. Es lo
que nos está hoy pidiendo el Señor y con la fuerza de su Espíritu podremos
realizarlo.
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