La autoridad de Jesús no es otra que la manifestación del amor que Dios nos tiene
Eclesiástico
51,17-27; Sal
18; Marcos
11,27-33
‘¿Con qué autoridad
haces esto? ¿Quién te ha dado semejante autoridad?’ vienen los judíos a reclamarle a
Jesús. El día anterior había limpiado Jesús el templo arrojando fuera a los
vendedores y cambistas que habían convertido en un mercado el templo del Señor.
En lugar de casa de oración, de lugar de encuentro con Dios se había convertido
en una cueva de bandidos.
Ya conocemos bien lo que sucede siempre en todas
partes. En torno a cualquiera lugar de especial devoción aparece enseguida como
un enjambre la multitud de los que quieren aprovecharse de la situación. Sucede
así en torno a todos los santuarios religiosos hoy también. Todos queremos
llevarnos un recuerdo del lugar o tener quien nos facilite las ofrendas
religiosas que queremos hacer y aparecen los comercios, aparece el mercado,
aparece la utilización de lo sagrado.
Terrible sería que no solo sucediera en los alrededores
sino que sucede también dentro de nuestros lugares sagrados. Creo que a pesar
de los siglos y a pesar de muchas cosas buenas que intentamos hacer este
evangelio no ha hecho mucha mella en nosotros los cristianos. Cuánta renovación
y cuanta purificación también de nuestra Iglesia y nuestras prácticas
religiosas tendríamos que hacer.
Pero centrémonos en lo que cuestionan a Jesús. No
entendían, o no querían entender lo que Jesús hacia. Además aquello trastocaba
sus planes y su manera pensar y de actuar. Cuesta entrar en un camino de
renovación. No solo son dudas sino muchas veces reticencias que nos ciegan, nos
impiden ver con claridad. Se sentían muy seguros de si mismos y no abrían su
corazón a lo que Jesús les ofrecía, a su nueva vida.
Por eso vienen con sus planteamientos y exigencias.
¿Con qué autoridad? ¿Quién te ha dado velas en este asunto? Pero eso no era lo que pensaban por ejemplo
aquellos que acudían a Jesús reconociendo sus propios males, sus sufrimientos físicos
o del corazón. Que se lo digan al ciego Bartimeo allá del camino de Jericó; o
aquel ciego de nacimiento de las calles de Jerusalén, o al paralítico de la
piscina que llevaba treinta y ocho años enfrente del agua que podría sanarle y había
venido Jesús y le había salvado; que se
lo pregunten a los leprosos que se atrevían a acercase a Jesús con la seguridad
de que en El iban a encontrar la salud y la salvación; que se lo pregunten a
Zaqueo el que bajó de la higuera para recibir a Jesús en su casa o a la mujer
pecadora que se lo gastó todo en perfumes para ir a llorar a los pies de Jesús.
Todos ellos se sentían necesitados de salvación y
acudían a Jesús porque sabían que en El podían encontrarla. Los que se
mantenían a distancia, mirando las cosas desde lejos pero para juzgar y
condenar no podrían ver la luz, no podrían encontrarse con la salvación y
siempre estarán preguntando lo mismo, ¿con
qué autoridad haces esto? ¿quién eres tú para que creamos en ti?
Nosotros, ¿en qué grupo estamos? ¿Nos sentiremos
necesitados de la salvación y en el amor de Jesús seremos capaces de descubrir
todo el amor que Dios nos tiene?
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