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domingo, 31 de mayo de 2015

Nos sumergimos en el Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo para inundarnos de su mismo amor y comunión

Nos sumergimos en el Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo para inundarnos de su mismo amor y comunión

Deuteronomio 4, 32-34. 39-40; Sal. 32; Romanos 8, 14-17; Mateo 28, 16-20
Cuando terminamos el ciclo de todas las grandes fiestas litúrgicas hoy la Iglesia nos invita a decir, a gritar, a proclamar con todo el ser de nuestra vida, ¡Gloria! Sí, gloria a Dios que nos ha revelado el misterio de su ser, que nos ha manifestado su amor, que nos ha inundado con su gracia, que en su amor nos ha enviado a su Hijo para ser nuestra salvación, que nos regala la fuerza de su Espíritu para que en su Hijo seamos hijos. Sí, ¡Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo!
Es lo que hemos venido celebrando desde la Navidad a la que nos preparábamos con el espíritu del Adviento; es lo que hemos celebrado en la Pascua haciendo el camino purificador de la Cuaresma; es lo que se ha ido prolongando a través de todo el tiempo pascual hasta que celebramos el don del Espíritu en el pasado domingo de Pentecostés.
Pero todo eso no ha sido sino revelarnos ese amor de comunión que hay en Dios, en sus tres divinas personas, para que vivamos en El, para que vivamos en esa misma comunión, en ese mismo amor, viviendo la misma vida de Dios.
Hoy en el final del evangelio de san Mateo hemos escuchado el mandato de Jesús de ir por el mundo ‘haciendo discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado’.
¿Qué significan estas palabras de Jesús, este mandato de Jesús? No es simplemente a hacer un rito para el que se nos dan unos signos y se nos señalan unas palabras que hemos de decir. Comienza diciéndonos que hagamos discípulos de todas las gentes; como lo había hecho Jesús con ellos. ¿Qué es el discípulo sino el que vive lo mismo que vive su maestro? El discípulo no es solo el que aprende algunas cosas de su maestro; discípulo es el que sigue el mismo camino, vive la misma vida.
Es lo que está pidiendo Jesús, hacer discípulos para vivir la misma vida de Jesús, que es vivir la misma vida de amor y de comunión que hay en Dios. ¿No nos había dicho Jesús que El y el Padre eran uno y quien le veía a El veía al Padre? ¿No nos había dicho Jesús que si le amábamos y cumplíamos sus mandamientos El habitaría en nosotros y nosotros en El?
Nos dice Jesús que nos hagamos discípulos para sumergirnos en Dios, para vivir en Dios en su misma vida que es vivir en su mismo amor y comunión y Dios viva en nosotros. Es lo que nos está diciendo con sus palabras, ‘bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo’.
¿Qué significa eso? Bautizar no es simplemente echar agua por encima; bautizar es sumergirse en el agua - hemos simplificado demasiado el rito del agua y del bautismo haciendo que en cierto modo se diluya su sentido - . Nos bautizamos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, que es sumergirnos en Dios, empaparnos de Dios llenándonos e inundándonos de Dios, viviendo, repito, su misma vida y su mismo amor; viviendo en nosotros también esa comunión de amor que existe en Dios.
Llenos así e inundados de Dios y de su amor y su vida, nos sentimos amados de Dios como hijos. Aquello que nos decía san Juan ‘mirad que amor nos tiene el Padre que nos llama hijos de Dios, pues ¡lo somos!’. Lo que hoy nos está diciendo san Pablo, ‘los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios esos son hijos de Dios. Habéis recibido… un espíritu de hijos adoptivos que nos hace gritar: ¡Abba! (Padre)’.
Claro que tenemos que decir ¡Gloria! El misterio de Dios que hoy contemplamos y celebramos no lo vemos como a distancia y lejano a nosotros, sino que tenemos que estarlo sintiendo y experimentando en nuestra propia vida con todas sus consecuencias. Quienes confesamos nuestra fe en Dios, en el misterio admirable y maravilloso de Dios, ya nos tenemos que sentir de otra manera, nuestra vida tiene que ser distinta, tener otros parámetros, otra manera de vivir y de actuar.
Y es que estamos sintiendo un Dios cercano, tan cercano que llena nuestra propia vida. Si Moisés en el Deuteronomio les hacía reflexionar para que consideraran lo que era la grandeza de su fe en un Dios cercano, un Dios que estaba con ellos caminando en su misma historia y eso tendría que hacerles caminar en una fidelidad mayor, cuánto más nosotros cuando descubrimos todo este misterio de amor y de comunión que nos revela Jesús, del que nos podemos llenar en su Espíritu.
¿Por qué nos dice Jesús que su único mandamiento es el amor? Porque no tenemos que hacer otra cosa que vivir en ese mismo amor de Dios, que se hace comunión, que abre nuestro corazón y nuestra vida a los demás, que nos hace caminar juntos de una manera nueva, que nos lleva a que por nuestra comunión de hermanos revelemos al mundo la maravilla de la comunión de amor que es Dios. ‘Enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado, os he manifestado’, que nos decía Jesús.
Y tenemos la certeza de estará con nosotros todos los días hasta la consumación del mundo. Así habita Dios en nuestros corazones inundándonos de su amor.

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