Nos sumergimos en el Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo para inundarnos de su mismo amor y comunión
Deuteronomio 4, 32-34. 39-40; Sal. 32; Romanos 8, 14-17; Mateo
28, 16-20
Cuando terminamos el ciclo de todas las grandes fiestas
litúrgicas hoy la Iglesia nos invita a decir, a gritar, a proclamar con todo el
ser de nuestra vida, ¡Gloria! Sí, gloria a Dios que nos ha revelado el misterio
de su ser, que nos ha manifestado su amor, que nos ha inundado con su gracia,
que en su amor nos ha enviado a su Hijo para ser nuestra salvación, que nos
regala la fuerza de su Espíritu para que en su Hijo seamos hijos. Sí, ¡Gloria
al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo!
Es lo que hemos venido celebrando desde la Navidad a la
que nos preparábamos con el espíritu del Adviento; es lo que hemos celebrado en
la Pascua haciendo el camino purificador de la Cuaresma; es lo que se ha ido
prolongando a través de todo el tiempo pascual hasta que celebramos el don del
Espíritu en el pasado domingo de Pentecostés.
Pero todo eso no ha sido sino revelarnos ese amor de
comunión que hay en Dios, en sus tres divinas personas, para que vivamos en El,
para que vivamos en esa misma comunión, en ese mismo amor, viviendo la misma
vida de Dios.
Hoy en el final del evangelio de san Mateo hemos
escuchado el mandato de Jesús de ir por el mundo ‘haciendo discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre
del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que
os he mandado’.
¿Qué significan estas palabras de Jesús, este mandato
de Jesús? No es simplemente a hacer un rito para el que se nos dan unos signos
y se nos señalan unas palabras que hemos de decir. Comienza diciéndonos que
hagamos discípulos de todas las gentes; como lo había hecho Jesús con ellos.
¿Qué es el discípulo sino el que vive lo mismo que vive su maestro? El discípulo
no es solo el que aprende algunas cosas de su maestro; discípulo es el que
sigue el mismo camino, vive la misma vida.
Es lo que está pidiendo Jesús, hacer discípulos para
vivir la misma vida de Jesús, que es vivir la misma vida de amor y de comunión
que hay en Dios. ¿No nos había dicho Jesús que El y el Padre eran uno y quien
le veía a El veía al Padre? ¿No nos había dicho Jesús que si le amábamos y cumplíamos
sus mandamientos El habitaría en nosotros y nosotros en El?
Nos dice Jesús que nos hagamos discípulos para
sumergirnos en Dios, para vivir en Dios en su misma vida que es vivir en su
mismo amor y comunión y Dios viva en nosotros. Es lo que nos está diciendo con
sus palabras, ‘bautizándolos en el nombre
del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo’.
¿Qué significa eso? Bautizar no es simplemente echar
agua por encima; bautizar es sumergirse en el agua - hemos simplificado
demasiado el rito del agua y del bautismo haciendo que en cierto modo se diluya
su sentido - . Nos bautizamos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo, que es sumergirnos en Dios, empaparnos de Dios llenándonos e inundándonos
de Dios, viviendo, repito, su misma vida y su mismo amor; viviendo en nosotros
también esa comunión de amor que existe en Dios.
Llenos así e inundados de Dios y de su amor y su vida, nos
sentimos amados de Dios como hijos. Aquello que nos decía san Juan ‘mirad que amor nos tiene el Padre que nos
llama hijos de Dios, pues ¡lo somos!’. Lo que hoy nos está diciendo san
Pablo, ‘los que se dejan llevar por el
Espíritu de Dios esos son hijos de Dios. Habéis recibido… un espíritu de hijos
adoptivos que nos hace gritar: ¡Abba! (Padre)’.
Claro que tenemos que decir ¡Gloria! El misterio de
Dios que hoy contemplamos y celebramos no lo vemos como a distancia y lejano a
nosotros, sino que tenemos que estarlo sintiendo y experimentando en nuestra
propia vida con todas sus consecuencias. Quienes confesamos nuestra fe en Dios,
en el misterio admirable y maravilloso de Dios, ya nos tenemos que sentir de
otra manera, nuestra vida tiene que ser distinta, tener otros parámetros, otra
manera de vivir y de actuar.
Y es que estamos sintiendo un Dios cercano, tan cercano
que llena nuestra propia vida. Si Moisés en el Deuteronomio les hacía
reflexionar para que consideraran lo que era la grandeza de su fe en un Dios
cercano, un Dios que estaba con ellos caminando en su misma historia y eso
tendría que hacerles caminar en una fidelidad mayor, cuánto más nosotros cuando
descubrimos todo este misterio de amor y de comunión que nos revela Jesús, del
que nos podemos llenar en su Espíritu.
¿Por qué nos dice Jesús que su único mandamiento es el
amor? Porque no tenemos que hacer otra cosa que vivir en ese mismo amor de
Dios, que se hace comunión, que abre nuestro corazón y nuestra vida a los demás,
que nos hace caminar juntos de una manera nueva, que nos lleva a que por
nuestra comunión de hermanos revelemos al mundo la maravilla de la comunión de
amor que es Dios. ‘Enseñándoles a guardar
todo lo que os he mandado, os he manifestado’, que nos decía Jesús.
Y tenemos la certeza de estará con nosotros todos los días
hasta la consumación del mundo. Así habita Dios en nuestros corazones inundándonos
de su amor.
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