Hemos de aprender a poner nuestro corazón junto al corazón de Cristo como Juan para sentir las palpitaciones del corazón de Dios
Hechos,
28,16-20.30-31; Sal
10; Juan
21, 20-25
‘Volviéndose, vio que
los seguía el discípulo a quien Jesús tanto amaba, el mismo que en la cena se
había apoyado en su pecho…’
Fue tras el diálogo entre Jesús y Pedro donde le preguntaba si le amaba.
Continúan caminando y ve que Juan les sigue. ‘El discípulo a quien Jesús tanto amaba’; aquel discípulo que desde
ese amor de Jesús se había acercado como para hablarle al oído y arrancarle a
Jesús una confidencia; ‘el mismo que en
la cena se había apoyado en su pecho…’, recuerda.
Confieso que cuando escucho el relato de estos hechos
me entran celos de Juan en mi interior. Quién hubiera podido recostarse así
también en el pecho de Jesús. Así le arrancaba Juan aquellas confidencias a
Jesús. Era aquel discípulo a quien Jesús tanto amaba; muestra la cercanía, la
sintonía de los corazones. Así nos hablará Juan con tanta intensidad en su
evangelio y en sus cartas del amor de Jesús y del amor que hemos de tenernos
unos a otros. Es el mandamiento del amor del que con tanta intensidad nos habla
Juan. ‘Éste es el discípulo que da testimonio de todo esto y lo ha escrito; y
nosotros sabemos que su testimonio es verdadero’.
¿Podremos recostarnos también nosotros en el pecho de
Jesús? También podemos, sí, recostarnos en el pecho de Jesús. El abre las
puertas de su corazón para llevarnos siempre junto a sí. Pero, ¿no seremos
nosotros los que tendríamos que abrir las puertas de nuestro corazón para que
El habite en nosotros? Ya nos lo dice en el Evangelio, si le amamos y guardamos
sus mandamientos el Padre nos amará y vendrá a nosotros y habitará en nosotros
para que nosotros habitemos en El.
Tenemos que crecer en nuestra espiritualidad; tenemos
que crecer en esa intimidad con el Señor. Tendríamos que hacer que nuestra
oración sea en verdad ese encuentro profundo, íntimo con el Señor dejándonos
inundar por su presencia. Ya sabemos, tenemos el peligro de la superficialidad
en nuestra oración, de caer en un ritualismo vacío donde nos contentamos con
repetir unas formulas de oración, pero no terminamos de hacer esa oración viva,
de corazón a corazón con el Señor donde nos dejemos inundar por su intimidad,
por esas confidencias de amor que El quiere hacernos en nuestro interior.
Lo entendieron muy bien los santos; lo lograron con
toda intensidad los místicos que se sintieron transverberados por Dios. Es
cierto que nos les faltaron noches oscuras; que fue un camino muchas veces duro
de fe ciega para confiarse en el Señor aunque nada sintieran, un camino de
dejarse conducir por el Espíritu del Señor. Tenemos que aprender a hacerlo
poniendo nuestra cabeza, nuestro corazón junto a su corazón, que fue lo que
hizo Juan aquella noche en la cena pascual para sentir las palpitaciones del
corazón de Dios y hacer que su corazón palpitar en el mismo ritmo de Jesús.
Que el Espíritu del Señor, al que estamos invocando con
intensidad en estas vísperas de Pentecostés, nos conceda el don de la oración y
de la intimidad con Dios.
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