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sábado, 23 de mayo de 2015

Hemos de aprender a poner nuestro corazón junto al corazón de Cristo como Juan para sentir las palpitaciones del corazón de Dios

Hemos de aprender a poner nuestro corazón junto al corazón de Cristo como Juan para sentir las palpitaciones del corazón de Dios

Hechos, 28,16-20.30-31; Sal 10; Juan 21, 20-25
‘Volviéndose, vio que los seguía el discípulo a quien Jesús tanto amaba, el mismo que en la cena se había apoyado en su pecho…’ Fue tras el diálogo entre Jesús y Pedro donde le preguntaba si le amaba. Continúan caminando y ve que Juan les sigue. ‘El discípulo a quien Jesús tanto amaba’; aquel discípulo que desde ese amor de Jesús se había acercado como para hablarle al oído y arrancarle a Jesús una confidencia; ‘el mismo que en la cena se había apoyado en su pecho…’, recuerda.
Confieso que cuando escucho el relato de estos hechos me entran celos de Juan en mi interior. Quién hubiera podido recostarse así también en el pecho de Jesús. Así le arrancaba Juan aquellas confidencias a Jesús. Era aquel discípulo a quien Jesús tanto amaba; muestra la cercanía, la sintonía de los corazones. Así nos hablará Juan con tanta intensidad en su evangelio y en sus cartas del amor de Jesús y del amor que hemos de tenernos unos a otros. Es el mandamiento del amor del que con tanta intensidad nos habla Juan. ‘Éste es el discípulo que da testimonio de todo esto y lo ha escrito; y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero’.
¿Podremos recostarnos también nosotros en el pecho de Jesús? También podemos, sí, recostarnos en el pecho de Jesús. El abre las puertas de su corazón para llevarnos siempre junto a sí. Pero, ¿no seremos nosotros los que tendríamos que abrir las puertas de nuestro corazón para que El habite en nosotros? Ya nos lo dice en el Evangelio, si le amamos y guardamos sus mandamientos el Padre nos amará y vendrá a nosotros y habitará en nosotros para que nosotros habitemos en El.
Tenemos que crecer en nuestra espiritualidad; tenemos que crecer en esa intimidad con el Señor. Tendríamos que hacer que nuestra oración sea en verdad ese encuentro profundo, íntimo con el Señor dejándonos inundar por su presencia. Ya sabemos, tenemos el peligro de la superficialidad en nuestra oración, de caer en un ritualismo vacío donde nos contentamos con repetir unas formulas de oración, pero no terminamos de hacer esa oración viva, de corazón a corazón con el Señor donde nos dejemos inundar por su intimidad, por esas confidencias de amor que El quiere hacernos en nuestro interior.
Lo entendieron muy bien los santos; lo lograron con toda intensidad los místicos que se sintieron transverberados por Dios. Es cierto que nos les faltaron noches oscuras; que fue un camino muchas veces duro de fe ciega para confiarse en el Señor aunque nada sintieran, un camino de dejarse conducir por el Espíritu del Señor. Tenemos que aprender a hacerlo poniendo nuestra cabeza, nuestro corazón junto a su corazón, que fue lo que hizo Juan aquella noche en la cena pascual para sentir las palpitaciones del corazón de Dios y hacer que su corazón palpitar en el mismo ritmo de Jesús.
Que el Espíritu del Señor, al que estamos invocando con intensidad en estas vísperas de Pentecostés, nos conceda el don de la oración y de la intimidad con Dios.

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