Ex. 32, 7-11.13-14;
Sal. 50;
1Tim. 1, 12-17;
Lc. 15, 1-32
¿A dónde nos conducen nuestros caminos cuando nos apartamos del querer de Dios? ¿Qué nos ofrece Dios en cambio a esa actitud nuestra que se quiere en cierto modo endiosar cuando quiere hacer prevalecer su yo, su gusto y apetencia por encima de todo? Creo que la Palabra de Dios de este domingo sobre esto nos puede ayudar a reflexionar.
Recojamos las imágenes que nos ofrecen las parábolas del evangelio. La oveja perdida caminará en medio de peligros lejos del rebaño; para la mujer que había extraviado la moneda muy valiosa todo era angustia y desolación; el hijo que quiso construir su vida al margen y lejos de padre terminará en el peor de los vacíos y a punto de desesperación. Pero con el cambio, la oveja o la moneda encontradas, o el hijo en la vuelta a la casa del padre todo será fiesta y alegría.
Qué bien retrata la parábola nuestra vida y situación. Es un reflejo de los caminos que nosotros queremos tantas veces tomar. Ese becerro de metal que se hicieron los judíos en el desierto del que nos habla la primera lectura es el reflejo de ese yo endiosado que pretende seguir sus caminos a su manera y al margen de lo que pueda ser el plan de Dios para nuestra vida. Querían vivir su libertad al margen del Dios que los había liberado de Egipto.
Nos queremos hacer dioses que nos satisfagan nuestros deseos y caprichos; tenemos sueños de hacernos dioses de nosotros mismos donde el criterio de mi vivir y actuar sean mis apetencias, mis caprichos haciendo de nuestro egoísmo orgulloso la única razón de lo que hacemos o vivimos. ¿Por qué me tengo que negar eso que yo deseo? ¿por qué no puedo hacer lo que me apetezca?, que decimos tantas veces. Y al final terminamos siendo, no dioses, sino esclavos de egoísmos y pasiones y caemos en el vacío y la desolación cuando no alcanzamos todo lo que deseamos, y nos desesperamos, y nos dejamos arrastrar por iras y violencias contra todo y contra todos, o caemos en profunda depresión.
Es el retrato del hijo pródigo, del que se marchó de la casa del padre, o también del que lleno de orgullo no sabe aceptar a su hermano. No es necesario volver a describir los detalles que nos da la parábola, hambre, miseria, abandono, soledad. Es nuestro retrato en tantas ocasiones de nuestra vida. Cuántos caminan por la vida como sin rumbo y sin encontrar un sentido hondo a sus vidas; cuántos dejándose llevar por esa carrera de vértigo del egoísmo y la pasión terminan destrozando sus vidas, sin que les parezca que un día puedan encontrar luz para la oscuridad en la que viven.
Una situación que puede tener distintas reacciones; o puede conducirnos al vacío, al aislamiento y a la desesperación, o nos puede hacer recapacitar para conducirnos a Dios, si dejamos oír su voz en nuestro corazón, para desde su misericordia y amor encontrar la plenitud y la dicha.
Aunque caídos en esos caminos de muerte, de vacío, de desolación, si no dejamos que la luz de la fe se apague en nuestra vida, podemos darnos cuenta de que todo puede recomenzar de nuevo, que Alguien está buscándonos y esperándonos – como aquel pastor que buscaba la oveja perdida, o aquella mujer que barría toda la casa para encontrar la moneda valiosa extraviada, o como aquel padre paciente que siempre esperaba la vuelta del hijo -; desde esa luz de la fe podremos descubrir que el amor no nos va a tener en cuenta lo malo que hayamos hecho sino nuestra vuelta y nuestro encuentro con El; podemos vislumbrar que se nos ofrece la perspectiva de empezar una vida nueva y distinta.
¡Qué distinta es la manera de reaccionar de Dios a cómo nosotros reaccionamos! Muchas veces queremos ser tan justicieros que olvidamos lo que es la misericordia, la compasión y el perdón. Tenemos que aprender del Padre del cielo que es compasivo y misericordioso siempre. Nos vale para nosotros encontrar esperanza desde la negrura de nuestro pecado para levantarnos y nos vale también para la humanidad que hemos de poner en nuestro trato y aceptación de los demás.
Cuando el hijo llega a la presencia del padre queriendo expresarle de mil maneras su arrepentimiento y su petición de perdón, el padre se lo comerá a besos, casi no le dejará hablar para no tener que recordar lo pasado, y encima lo vestirá de fiesta ofreciéndole un banquete de bienvenida. Si nos fijamos en lo que Pablo hoy nos dice, da gracias a Dios ‘que me hizo capaz, se fió de mí y me confió este ministerio; eso que yo antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente…’ Por eso afirmará rotundamente ‘Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores y yo soy el primero, y por eso se compadeció de mí…’
Rotundamente, sí, tenemos que afirmar que Dios siempre está dispuesto al perdón y a ofrecernos su abrazo de amor. No castigó a su pueblo que se había hecho un becerro de metal que ocupara su lugar, sino que siguió conduciéndolo hasta la tierra prometida. La alegría del cielo, la alegría de los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta, que nos decía Jesús concluyendo las dos primeras parábolas. ‘Este hijo mío estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado’, que dice el padre preparando un banquete de fiesta para el hijo que había vuelto.
Es la esperanza que renace en nuestro corazón porque sabemos que, aunque somos pecadores y tantas veces queremos vivir nuestra vida al margen de Dios, es el Padre bueno que siempre nos busca y nos espera con sus brazos de amor bien abiertos para darnos su abrazo de paz y de perdón.
Pero es también, como decíamos antes, la misericordia de la que hemos de llenar nuestra vida, a imagen del Dios compasivo y misericordioso, para tratar con una humanidad casi divina a los demás; para que siempre confiemos en el otro – cuánto nos cuesta -, para que siempre demos esperanza al hermano, para que sepamos alentar a todo caído que nos encontremos en la vida y le ayudemos a levantarse para vivir con nueva ilusión y entusiasmo reconstruyendo su vida, como nosotros mismos lo intentamos también tantas veces.
Y finalmente decir también es el rostro misericordioso que tiene que ofrecer siempre la Iglesia, porque siempre tiene que manifestarse como imagen y signo de ese Dios del amor y de la misericordia, que sigue creyendo en nosotros a pesar de nuestras debilidades y que sigue contando con nosotros. Es la imagen más hermosa de Dios que la Iglesia puede y debe ofrecer.
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