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miércoles, 15 de septiembre de 2010

Maria al pie de la cruz nos enseña a hacer una ofrenda olorosa de amor


Hebreos, 5, 7-9;
Sal. 30;
Jn. 19, 25-27


Nuestra mirada se elevaba ayer hasta la Cruz donde contemplábamos a Cristo crucificado para aprender la más hermosa lección del amor y de la solidaridad. Seguimos a la sombra de la Cruz pero hoy nuestra mirada se dirige a María, la Madre de Jesús que ya desde hoy – decimos hoy como si nos sintiéramos en aquella tarde del primer viernes santo en la colina del Calvario – desde hoy, digo, es también nuestra Madre. ‘Mujer, ahí tienes a tu hijo’, le dijo Jesús. ‘Ahí tienes a tu madre’, le dijo al discípulo amado, nos dice a nosotros también como un testamento que nos confía en la hora de su muerte.
La contemplamos al pie de la Cruz; pero la contemplamos de pie junto a la Cruz con la firmeza de una madre que se manifiesta siempre grande en el momento del dolor - ¿de dónde sacarán esas fuerzas todas las madres? -; la contemplamos con la firmeza de la fe y de la esperanza, pero con la firmeza también de quien se siente asociada a la pasión de su hijo – las pasiones y dolores de los hijos son siempre las pasiones y dolores de las madres -, comprendiendo como nadie podía comprender el sentido de aquella muerte, la Pascua plena y definitiva que allí se estaba realizando; con la firmeza, sí, de la que, sintiéndose asociada con su dolor a la pasión de Jesús, con El estaba haciendo con su dolor de madre la más hermosa ofrenda de amor.
Es la gran lección – y seguimos con lecciones al pie de la Cruz – que hoy podemos nosotros aprender. La lección que nos enseña a hacer ofrenda de amor para darle la mayor hondura y plenitud a todo lo que es nuestra vida también con nuestros dolores y sufrimientos.
San Pablo llegará a decir que completa en su carne lo que falta a la pasión de Cristo – hoy lo vamos a recordar en la oración final después de la comunión – queriendo expresar así cómo con su vida, también con su dolor y sufrimiento, se unía a la pasión de Cristo. ¿No tenemos también nosotros en nuestra vida dolores, sufrimientos, debilidades, achaques, contratiempos con los que unirnos también a la pasión de Jesús en ofrenda de amor?
Es lo que está haciendo María. Es la firmeza del amor que contemplamos en su dolor. Nosotros en nuestra devoción y amor de hijos la llamamos Virgen de los Dolores, como hoy hacemos y celebramos, Madre de las Angustias o de la Amargura, porque pensamos en su dolor, en las angustias y sufrimientos que como Madre estaba padeciendo al pie de la Cruz de Jesús, tendríamos que llamarla siempre cuando la contemplamos junto a la pasión y muerte de su Hijo en la Cruz, Madre de la Esperanza y del Amor. En esa sabiduría popular, muchas veces con el sentido de la fe muy metido en las entrañas, en algunos lugares a la Virgen de los Dolores así la llaman Madre de la Esperanza. Porque es realmente así como la contemplamos; como ya antes decíamos, sabía ella y comprendía la Pascua que en Jesús se estaba realizando y que aquella muerte atroz en la Cruz no podía acabar sino en la resurrección. Era la firmeza de la esperanza con la que estaba al pie de la Cruz de Jesús.
Ayer contemplábamos cómo Cristo en la Cruz asumió todo nuestro dolor y sufrimiento. Era la lección de la solidaridad. Hoy mirando a María, que no hace otra cosa que seguir el mismo camino de Jesús, nos está, pues, enseñando a hacer esa ofrenda de amor desde todo lo que es nuestra vida. Cuando a nuestro dolor y sufrimiento le damos un sentido y un valor, porque lo miramos a través de la Cruz de Cristo y de su resurrección, cuando sabemos hacer ofrenda de nuestro dolor poniéndonos al lado de la Cruz de Cristo, completando en nuestra carne la pasión de Cristo, y aprendiendo a hacerlo de María, podíamos decir que se convierte en una hermosa flor que inundará nuestra vida y la de los que nos rodean del perfume del amor. Es como el incienso perfumado que sube a lo alto de los cielos, recogiendo también otra imagen.
Es la flor de nuestra vida que queremos poner ante el Altar del cielo. Es como una hermosa y olorosa rosa, que, aunque nos sintamos atravesador por sus espinas - regada nuestra vida con la sangre de nuestro dolor -, sin embargo podrá exhalar el más exquisito perfume, que es el perfume del amor. Es el perfume que brota hoy del corazón de María. Que aprendamos nosotros también a exhalar ese perfume del amor.

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