1Cor. 15, 35-37.42-49;
Sal. 55;
Lc. 8, 4-15
‘Dichosos los que con un corazón noble y generoso escuchan la Palabra, la guardan y dan fruto perseverando’. Ojalá nosotros tengamos esa dicha, merezcamos esa bienaventuranza del Señor porque así demos fruto de la Palabra plantada en nuestra vida, y nuestro fruto sea abundante.
La Palabra hoy proclamada con esta hermosa parábola que nos propone Jesús hace constatación de una realidad, pero al mismo tiempo es como un revulsivo a nuestro corazón para que aprendamos a acogerla y plantarla de verdad en nuestra vida. Una realidad porque no toda la semilla plantada da el mismo fruto. Pero es como un aguijonazo a nuestra vida para despertarnos y demos la mejor respuesta.
‘Mucha gente seguía a Jesús y, al pasar por los pueblos, otros se iban añadiendo’, dice el evangelista. Y esto motivará a Jesús para esta parábola. ¿Eran todos ya discípulos? Eran muchos los que iban tras Jesús, escuchaban sus palabras, pedían o eran testigos de sus milagros, pero al final no eran todos discípulos de la misma manera. Para muchos aquello sería algo ocasional y luego volverían a sus vidas, sus trabajos, sus familias y todo quedaba en el recuerdo o quizá se olvidaba.
Por eso la parábola de Jesús. No es necesario que la repitamos porque todos la conocemos bien, aunque no estaría mal que la supiéramos escuchar una y otra vez en lo hondo del corazón. Siempre descubriremos una luz nueva; siempre el Señor tiene un mensaje para nosotros; siempre el Señor tiene algo que decirnos si abrimos los oídos del corazón.
Sigue sucediendo. Cuántos acuden a nuestras iglesias ocasionalmente por un motivo u otro. Cuántos escuchan la Palabra proclamada y predicada. Cuántos con ocasión de una fiesta, de una tradición o por unas devociones de religiosidad básica y popular tienen oportunidad de escuchar la Palabra de Señor. Pero la respuesta no es en todos la misma. Las preocupaciones, los trabajos, los agobios de la vida, las costumbres enraizadas y no siempre debidamente purificadas harán que la vida siga sus cauces y aquella Palabra quede como escondida allá en el interior de la persona o quizá pronto se olvide. Ojalá algún día retoñe en nuestro corazón y puede reverdecer como una planta llena de vida.
Por eso decía es una realidad de lo que es la vida, de lo que nos sucede, pero para nosotros es, tiene que ser ese revulsivo, ese aguijonazo que nos despierte y nos interrogue por dentro. ¿No sentiremos deseos de esos dichosos que escuchan la Palabra, la guardan y dan fruto perseverante?
Eso de la perseverancia es muchas veces una cuestión pendiente en nuestra vida. Cuántas cosas nos proponemos, cuántos buenos propósitos nos hacemos, pero qué pronto los olvidamos. Esa tierra dura de nuestro corazón, esos apegos o esos afanes que nos roban toda nuestra vida, esas rutinas que nos insensibilizan, esas cosas que nos distraen de lo principal y nos hacen ir como dispersos por la vida sin centrarnos en nada. Son tantas las tentaciones del enemigo malo que quiere arrancarnos esa buena semilla de la Palabra de Dios en nuestro corazón, a las que estamos sometidos.
Que el Espíritu del Señor venga sobre nosotros y nos abra el entendimiento y el corazón; que el Espíritu del Señor nos ilumine con su luz; que el Espíritu nos dé su fortaleza para la perseverancia que nos lleve a dar buenos frutos; que el Espíritu del Señor nos riegue con su gracia.
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