No busquemos reconocimientos ahora por lo que hacemos, somos servidores que hacemos lo que tenemos que hacer, es el gozo y la sabiduría de vivir el Reino de Dios
Sabiduría 2,23-3,9; Sal 33; Lucas 17,7-10
Nos creemos merecedores de todo; por la más mínima cosa buena que realicemos pronto estamos esperando reconocimientos. ¡Qué ingrata es la gente!, nos decimos, porque no nos echan incienso, porque no nos dan las gracias, porque no pregonan a bombo y platillo las cosas tan buenas que nosotros hacemos. ¡Qué autosuficientes somos en muchas ocasiones! Hasta nos creemos que si nosotros no lo hacemos, no habrá nadie que lo haga, y nos creemos insustituibles.
Podemos pensar que estoy exagerando un poco, quizás haya que poner las cosas así de una forma espectacular, pero para que recapacitemos y nos demos cuenta que algo de eso hay en nuestro interior. Bueno, gente humilde y generosa la hay y mucha, que no busca aplausos, que hace las cosas calladamente, que es fiel aquello que nos dirá Jesús en el evangelio que no sepa tu mano izquierda lo que haces con la derecha; pero, sí tenemos que reconocer que en el fondo buscamos esos reconocimientos y nos sentimos un tanto rato cuando no nos mencionan entre aquellos que hace tantas cosas buenas.
Lo que tendría que llevarnos a pensar, por qué hacemos nosotros las cosas, cuál pudiera ser el motivo oculto que nos guardamos incluso cuando protestamos de nuestra humildad y decimos que no queremos que nadie sepa lo que hacemos; porque decirlo es fácil, pero fáciles pueden ser también esas dobles intenciones que nos guardamos dentro de nosotros mismos.
Y nos pasa en múltiples aspectos de la vida; nos pasa en el trabajo que decimos que nadie nos lo reconoce, nos puede suceder incluso en la familia cuando los llamamos ingratos, nos pasa en el ámbito de la vida social de los convecinos o de los miembros de la comunidad en la que andamos que no reconoce nuestros méritos y nos tienen por un cualquiera, nos puede suceder hasta en el ámbito de la Iglesia donde nos sentimos quizás arrimados a un lado y nuestro orgullo herido.
Hoy Jesús nos da un toque de atención. Nos dice que somos unos servidores y eso es lo que tenemos que hacer. Que nuestra actitud de servicio nos hace estar siempre alerta para ver donde nos necesitan, qué es lo que tenemos que hacer, el mejor servicio que siempre podamos prestar. Nos habla de los sirvientes que trabajan en una casa y cuya misión es tenerlo todo preparado; que el sirviente no se puede sentar a la mesa para que le sirvan, sino que su función es la de prestar esos servicios, que además se convierten en una responsabilidad por la que incluso tenemos que dar cuentas.
No es que andemos en servilismos trasnochados, como tampoco es cuestión de que nos tengamos como insustituibles, pero sí hay algo que tengo que hacer y que nadie hará por mí, y que el bien que yo haga o deje de hacer es responsabilidad que tenemos. Por eso nunca tenemos que buscar las grandezas de tener a los otros a nuestro servicio, sino que nos dirá que nuestra grandeza está en hacernos los últimos y los servidores de todos.
Si el amo, como hoy mismo nos dice, cuando llega de su trabajo, no nos va a decir que nos sentimos a la mesa nosotros que él nos sirve, sin embargo sí tenemos una certeza de algo que nos ha dicho Jesús en otro lugar. Cuando llegue el momento final sí que nos va a decir que vayamos a participar del banquete del Reino que para nosotros tiene preparado desde la creación del mundo, porque allí donde vimos un hambriento lo vimos a El, allí donde dimos de beber un vaso de agua a un sediento a El se lo hicimos, allí donde estaba un enfermo al que fuimos a visitar, a acompañar y a consolar a El se lo estábamos haciendo.
Y nos llamará ‘benditos de su padre’; es la gran bienaventuranza porque con el amor y la misericordia con que caminamos por el mundo vamos a ser recibidos nosotros también en el Reino de los cielos, y aunque muchas veces hayamos sido débiles y hayamos tropezado, para nosotros habrá misericordia y podremos contemplar el rostro de Dios.
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