Despertemos
nuestra fe y seamos capaces de admirarnos de las maravillas que Dios sigue
obrando en nosotros
Sabiduría 6, 1-11; Sal 81; Lucas
17,11-19
A veces nos suceden cosas que pudieran
ser significativas para nosotros, que puede que las hayamos deseado o pedido, y
sin embargo cuando nos suceden las vemos como una cosa más que nos suceden sin
llegar a descubrir lo bello, lo extraordinario que puede ser para nosotros, y
las dejamos pasar. No siempre sentimos
admiración por lo que nos sucede, incluso aunque nos sucedan cosas
extraordinarias, llegamos a acostumbrarnos, no sabemos ser agradecidos, no las
valoramos. Creo que necesitamos más abrir los ojos del alma para dejarnos
sorprender, para sentir admiración, para valorar lo sobrenatural que en la vida
podemos encontrar.
Cada mañana y cada tarde el sol sale o
se pone por el horizonte, se hace de día y se hace de noche, se suceden las
horas y los acontecimientos, van cambiando las estaciones del año con sus fríos
y con sus calores, se suceden las tormentas o cae con fuerza la lluvia como también
nos pueden venir tiempos de sequía que se pueden convertir en nubarrones de
peores tiempos para la vida, y seguimos impertérritos, no somos capaces de
admirarnos ante tantas maravillas de la naturaleza que va desfilando ante
nuestros ojos, pero al final nos aburrimos, nos parece que un día totalmente
igual al otro, porque no hemos sabido descubrir novedades, porque tampoco hemos
sabido descubrir los caminos de Dios en esos acontecimientos.
En todo eso nos puede estar hablando
Dios, es más, podemos afirmar rotundamente, nos está hablando Dios. Pero no lo
escuchamos. Lo malo es acostumbrarse, porque caemos en rutina y nos aburrimos.
¿Cómo despertar? ¿Seremos capaces de dar gloria a Dios por cuanto nos sucede?
Nos narra el evangelio un hecho muy
significativo. Jesús camina entre Galilea y Samaría. ¿Se dirigiría a Jerusalén?
El hecho es que en medio de aquellos campos y aquellos caminos hay un grupo de
leprosos que de lejos le piden compasión. Era el gemido habitual a escuchar en
aquellos campos de desolación, donde era fácil que en cualquier cueva o en
cualquier barranquera estuvieran refugiados unos leprosos obligados por su
enfermedad a vivir lejos de sus casas y familias y abandonados a su suerte. No
podían acercase a nadie y es más tenían la obligación de avisar que eran
impuros si alguien estuviera en sus cercanías. Pedían compasión, quizás un poco
de agua, quizás alimentos, algo que calmara sus tormentos…
¿Saben quizá que en medio de aquel
grupo que va por el camino hay alguien que puede ser su salvación? Porque
estuvieran aislados no significa que no tuvieran noticias de lo que en Galilea
estaba sucediendo con el nuevo profeta que había aparecido. Por eso su petición
de compasión quizás se hiciera más intensa. Y allí estaba quien los escuchaba y
no pasaba de largo. Les envía a que vayan a cumplir con lo establecido con le
ley para que puedan volver a sus casas. Mientras marchaban se vieron curados y
la mayoría continuó su camino porque había que hacer lo que había que hacer;
tenían que presentarse al sacerdote para que les diera la comprobación de que
estaban curados y pudieran volver a sus casas. Estaban curados, y eso era lo
que importaba.
Pero uno, que además era samaritano
como nos recalca el evangelista, no vio las cosas con tanta naturalidad. Algo
había sucedido y la mano de Dios estaba en ello. Había que dar gloria a Dios.
Volvió sus pasos hasta Jesús, porque era en El en quien había encontrado la salvación,
y él era capaz de reconocerlo y reconocer la gloria del Señor que allí se había
manifestado. Se postró ante Jesús. Conocemos los comentarios. La fe le había
salvado. Ahora sí podía volver con los suyos a su casa.
¿Y nosotros nos detendremos en nuestros
caminos para admirarnos por cuanto se nos ofrece y dar gloria a Dios? Seguimos
quizás muy entretenidos en nuestras cosas y ya hemos perdido la capacidad de la
admiración. Vemos todo tan natural y a todo somos capaces de darle nuestras
explicaciones que parece que ya nada nos llama la atención. Nos sentimos tan autosuficientes
que nos parece que todo nos lo conseguimos con nuestro poder o con lo que
sabemos que ya en todo nos valemos por nosotros mismos y son nuestros meritos
los que se tienen en cuenta.
Nos hemos olvidado del poder y de la
sabiduría de Dios. Como tantas cosas que vamos arrinconando en el cuarto de los
trastos porque para nuestros tiempos no nos valen porque nos parece que tenemos
cosas mejores – para esos están nuestras técnicas y nuestra ciencia – a Dios
también lo hemos arrinconado y ya ni contamos con El. ¿Se despertará de nuevo
nuestra fe?
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