Aprendamos
a acomodar nuestro paso al de los más débiles poniéndonos a la altura de los
ojos de los demás y nuestra mirada nunca sea desde la altura del orgullo egoísta
Romanos 11,1-2a.11-12.25-29; Sal 93;
Lucas 14,1.7-11
¿Estaremos haciendo de la vida una
carrera no de relevos sino de zancadillas y trompicones? Fijémonos en la cara
que ponemos en el coche cuando en la mañana nos encontramos largas colas donde
no podemos avanzar a nuestras particulares velocidades.
Nos metemos por aquí, nos colamos por
allá, vamos a ver como me puedo poner delante, cómo voy a dejar que aquel que
se está incorporando se pueda poner por delante de mí, y así andamos con
nuestras triquiñuelas para no dejar pasar a nadie y llegar yo el primero. Es la
cola de caja del supermercado, es en cualquier sitio donde haya una
aglomeración y hasta en la cita del médico, como si nuestro dolor fuera más
importante que el de los otros que allí se encuentran buscando atención para
sus dolencias. Hemos convertido la vida en una competición.
Cuánto nos cuesta ceder el paso incluso
cuando nos encontramos en una esquina de la calle donde haya alguna
aglomeración. Nos volvemos hasta inhumanos porque no queremos ni pensar en
valorar la situación en que se pueda encontrar la otra persona.
Lo que estoy diciendo es como una
manera de aterrizar en diversas situaciones en que nos podamos encontrar –
muchas más cosas podrían comentar y la lista se haría interminable – del pasaje
del evangelio que hoy se nos propone. Nos dice el evangelista que habían invitado
a Jesús a comer en casa de alguien principal, y Jesús observaba cómo los
invitados poco menos que se daban de codazos para ocupar los puestos que
consideraban mejores o más importantes a la hora de sentarse a la mesa. Los
codazos que nos damos en la mesa de la vida.
Jesús nos da unas recomendación que
podríamos llamar de buenas maneras, pero que con una llamada y un toque de
atención para la actitud de humildad y de mansedumbre que tendríamos que tomar
en los avatares de la vida.
No es aquí que Jesús nos esté diciendo,
como en otros momentos, que tenemos que hacernos los últimos y los servidores
de todos y es ahí donde está la verdadera grandeza; pudieran parecer
recomendaciones de cortesía, y la cortesía es la delicadeza con que nos
tratamos los unos a los otros. Cuántas veces hablamos de esos gestos y detalles
que tenemos que saber tener con los demás. Son los detalles que nos ganan el corazón.
Son los detalles con los que expresamos la grandeza de nuestra vida. Son los
gestos que manifiestan nuestra cercanía. Es la humildad de sabernos poner en
sintonía con los demás para captar también esas ondas de amor que nos puedan
llegar de los demás.
Y es que el corazón de los humildes se
gana la simpatía, vamos a decirlo así, del amor de Dios. Sus preferidos son los
humildes y los pobres, los que saben manifestarse por esos caminos de humildad
y los que se saben hacer pobres en un desprendimiento que les hace ganar el
reino de los cielos. ¿No nos dijo que serían dichosos los pobres porque de
ellos es el reino de los cielos? Un corazón que se manifiesta sencillo y
humilde va dejando tras de si las ondas de la simpatía del amor con las que
todos pueden sintonizar. Serán los que en verdad van a ser valorados por los
que los rodean.
Dejemos de hacer de la vida una competición
a sangre y fuego. Aprendamos a caminar juntos acomodando nuestro paso al de los
más débiles. Sepamos ponernos a la altura de los ojos de los demás para que
nunca nuestra mirada sea desde la superioridad y la altura del orgullo que nos
hace egoístas. Sepamos vivir según los parámetros de humildad y de ternura que
nos enseña el evangelio.
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