Un
motivo, una razón de ser, un ejemplo para la perfección y santidad de nuestra
vida y la sublimidad del amor está en nuestro Padre celestial que a todos ama
Deuteronomio 26, 16-19; Sal 118; Mateo 5,
43-48
Con una misma
palabra a veces manifestamos realidades o planteamientos distintos que nos
podemos hacer y que a la larga expresan esas incongruencias con que vivimos
muchas veces. La palabra a la que hago referencia que nos aparece hoy en el
evangelio es la perfección, el ser o no perfectos.
Como perfectos
queremos muchas veces en nuestra vanidad presentarnos ante los demás, queremos
siempre mantener nuestra imagen, ocultamos nuestros defectos, no queremos que
nadie se entere de nuestro errores, queremos que todos nos tengan por personas
de gran rectitud y nos molesta tremendamente que alguien quiera sacarnos a
relucir alguna cosa de nuestra vida que no tiene tanta claridad, hasta seriamos
capaces de denunciar ante los tribunales ese desprestigio que nos pudieran
ocasionar.
Pero ¿somos
tan perfectos? Seguramente será un aura que nos queramos poner alrededor,
porque realmente sabemos de nuestras debilidades, de nuestros errores, de
nuestras meteduras de pata; miremos nuestra relación con los demás y allá en la
sinceridad de nuestro corazón tendríamos que reconocer que nuestras actitudes,
nuestras posturas, nuestros pensamientos y sospechas, los actos que realizamos
no tienen tanta claridad; siempre nos aparecerán ramalazos de egoísmo y de
insolidaridad, tentaciones de orgullo y de altivez, juicios y criticas injustas
cuando no impregnadas de algún veneno, acción que no muestran tan a las claras
la generosidad del corazón, recelos y resentimientos que nublan y enturbian las
relaciones… cosas así nos aparecen en la vida muchas veces y ya no podemos
decir que somos tan perfectos.
Y cuando se
trata de lo que hoy se nos plantea en el evangelio el grado de perfección no
siempre es tan alto. ¡Cuánto nos cuesta perdonar! A estas palabras de Jesús
siempre encontraremos la forma de hacernos algunas rebajas. Jesús nos está
hablando una vez más de la sublimidad del amor. No es cualquier cosa. Bien alto
nos pone el listón. Son claras las palabras de Jesús.
‘Habéis
oído que se dijo: Amarás a tu prójimo’ y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os
digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis
hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y
manda la lluvia a justos e injustos’.
¿Seremos
capaces de llegar a esta sublimidad del amor? Amor al prójimo, amor al enemigo,
amor al que te haya hecho mal, amor al que te persigue… Y no es una cosa así
como muy etérea lo que ha de ser ese amor, porque nos manda rezar incluso por los
que nos persiguen o nos tratan mal. ¿Te habrás parado en alguna ocasión a rezar
por aquella persona que te criticó? ¿Por aquella persona que te niega el saludo
y vuelve la cabeza cuando pasa a tu lado? ¿Por aquella persona que tanto daño
te hizo?
No es
cualquier cosa lo que nos está pidiendo Jesús. Claro que El nos enseñó a rezar
diciendo ‘perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que
nos ofenden’. No nos paramos mucho a pensar cuando rezamos el padrenuestro y
decimos estas palabras mientras no nos hablamos con el vecino o con el pariente
porque no sé cuanto tiempo hace un día dijo o hizo algo que te ofendió y nunca
más volviste a hablarle. Y nos queremos
presentar como perfectos.
Por eso
continuará enseñándonos Jesús que en algo tenemos que diferenciarnos de los
gentiles o ninguna fe tienen, pero que son capaces de saludar y llevarse bien
con todo aquel con quien se encuentran en la calle. Si solo saludas al que te
saluda, si solo ayudas al que un día te ayudó a ti, nada estás haciendo de
especial, eso lo hace cualquiera. Por eso terminará diciéndonos que seamos ‘perfectos,
como nuestro Padre celestial es perfecto’. Ahí tenemos el motivo, la razón
de nuestro amor, el ejemplo para nuestra vida para que no andemos con tantas
incongruencias.
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