No
podemos ser signos de reconciliación, si no somos capaces de reconciliarnos con
el hermano que tenemos ahí al lado al que regalamos toda la delicadeza del amor
Ezequiel 18,
21-28; Sal 129; Mateo 5, 20-26
¿Para qué
mantener una herida abierta, que nos siga doliendo y molestando? Lo mejor es
encontrar cómo sanar esa herida. Esa herida que mantenemos abierta tantas veces
en el corazón cuando no sabemos sanarnos, cuando no sabemos o queremos sanar
también a los demás.
Yo no lo
puedo perdonar, decimos, y creemos que a quien dañamos solamente es al otro y
no nos damos cuenta que nos estamos dañando a nosotros mismos, porque mientras
no nos sanemos a nosotros mismos porque queremos guardar ese rencor a quien nos
haya podido hacer algo, es a nosotros a quienes estamos dañando, porque cada
vez que recordemos, cada vez que por los azares de la vida nos volvamos a
encontrar con esa persona, estaremos abriendo esa herida en nuestro corazón.
Nos cuesta darnos cuenta, nos cuesta buscar esa sanción dentro de nosotros, nos
cuesta ser valientes para emprender ese camino del perdón. No nos estamos
perdonando ni a nosotros mismos.
De esto nos
está hablando Jesús hoy en el evangelio. El texto escogido por la liturgia para
este día nos vuelve a referir al sermón del monte donde Jesús nos dejó claro lo
que tiene que ser la sublimidad de nuestro amor. Un amor que tiene que estar
lleno de delicadeza, una forma de tratarnos los unos a los otros donde debe
prevalecer la ternura de quien ama de verdad. No son palabras, son gestos, son
actitudes positivas las que tenemos que poner. Fácil es decir que amamos, pero
no tan fácil es mantener ese amor de cada día cuando nos encontramos con quien
nos cae mal, con aquel que sabemos que va con actitudes negativas, con aquel
que nos contradice y no quiere estar de acuerdo con nosotros.
Por eso hoy
Jesús le da tanta importancia a una palabra mal dicha, una palabra hiriente u
ofensiva que podamos en contra de los demás. No es solo la violencia a lo
grande lo que tenemos que evitar sino
esa violencia callada que llevamos en el corazón cuando nos podemos sentir
incomodados y mal reaccionamos, - no podemos permitir que la cólera nos domine
y nos haga perder el control - que no manifestaremos con grandes gestos
violentos, pero que se puede traducir en ese desprecio, en esa no valoración de
la persona que tengo delante de mi.
Nos recalca
Jesús los buenos sentimientos que debemos tenernos los unos a los otros, como
diría san Pablo tengamos entre nosotros los mismos sentimientos de Cristo
Jesús, que tiene que hacernos buscar siempre el encuentro, la reconciliación
cuando tengamos quejas los unos contra los otros. No nos deberíamos ir a
presentar nuestra ofrenda ante el altar, nos dice Jesús hoy. Y volviendo a lo
que nos llegará a decir en este sentido el Apóstol en sus cartas, tenemos que
ser ministros de reconciliación en el mundo en que vivimos. No podemos ser
signos de reconciliación, si no somos capaces de reconciliarnos con el hermano
que tenemos ahí al lado.
‘Si
vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos no podréis
entrar en el reino de los cielos’, nos dice Jesús. Nos escudamos tantas veces en que
es lo que todo el mundo hace; eso no nos puede justificar de ninguna manera.
Cuando optamos por el camino de Jesús, sabemos que es un camino diferente, es
una forma más sublime y más delicada de vivir el amor. No es simplemente hacer
lo que todo el mundo hace. Es sintonizar con el amor de Dios para vivirlo de
manera igual nosotros con los demás. ¿Nadamos contra corriente? Nuestra dirección,
la meta hacia la que nosotros tenemos que nadar, nos la propone el evangelio.
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