Con
Jesús tenemos un nuevo sabor del que queremos contagiar cuánto nos rodea,
tenemos esperanza y creemos posible el Reino de Dios en el hoy de nuestra vida
Apocalipsis 7, 2-4. 9-14; Sal 23; 1Juan 3,
1-3; Mateo 5, 1-12a
Tenemos hoy
una celebración en la liturgia que nos invita a mirar hacia lo alto, a poner
grandes metas en nuestra vida y a despertar nuestra esperanza en medio de un
mundo demasiado ensombrecido, y mira cómo de alguna manera la hemos
descafeinado desde convertirla por una parte en una fiesta solo del recuerdo de
difuntos, o la hemos dejado envolver por nuevas costumbres que parecería más
bien que nos llenarían de terror nuestros espíritus.
Litúrgicamente
celebramos la fiesta de todos los Santos y el texto del Apocalipsis que se nos
ofrece en la primera lectura de esta fiesta nos habla de una multitud inmensa
que nadie podría contar que cantan bendicen la victoria de nuestro Dios, la
victoria del Cordero. Ese texto ya sería suficiente para elevar nuestro espíritu
y hacernos aspirar a esa gloria del cielo. Si un día le habían preguntado los discípulos
a Jesús si serían muchos los que se salven, hoy tenemos la respuesta, en esa
multitud innumerable. ‘Los que han lavado y blanqueado sus vestiduras en la
sangre del Cordero, vienen de la gran tribulación y son los que buscan el
rostro del Señor’.
Podemos
formar parte de esa inmensa muchedumbre. ¿Qué es lo que necesitamos? Hacer una opción
seria en la vida. Es cierto que Dios nos ofrece la salvación, pero ante
nosotros se abren diversos caminos; caminos espaciosos y amplios, y caminos que
a veces nos pueden parecer estrechos y llenos de dificultades. Es la opción por
el camino de la vida, es la opción de vivir como los hijos de Dios, es la opción
por vivir el Reino de Dios. Y eso tiene sus exigencias.
Pero es una invitación y una llamada de
parte de Dios. ‘Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos
de Dios, pues ¡lo somos!’ El nos llamó, El nos invitó, El nos quiere como
hijos. ‘Seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es’. No
terminamos de considerar esa grandeza, esa dignidad. Con qué facilidad lo
olvidamos. Y sin embargo tiene que ser el motor de nuestra existencia, lo que
nos va a hacer buscar la dignidad y la grandeza de toda persona, lo que va a
poner un sabor nuevo en nuestra vida, lo que tiene que convertirse en una luz
para nuestra humanidad tan llena de sombras.
¿Qué es lo que nos propone Jesús hoy en
el Evangelio? Ese camino nuevo que da nuevo sabor a nuestra vida y a nuestro
mundo, las bienaventuranzas. No son utopías, no son palabras bonitas que traten
de consolarnos en nuestras desesperanzas y en nuestros llantos. Es un camino
cierto de vida y nos va a llevar a la mejor felicidad, a la mayor plenitud para
nuestra vida.
‘Dichosos los pobres en el espíritu,
comienza diciendo Jesús, porque de ellos es el Reino de los cielos’. Jesús había comenzado anunciando la llegada del
Reino de Dios y nos invitaba a la conversión, a creer en la Buena Noticia que
se nos anunciaba, la llegada del Reino de Dios. Este es el primer paso para ese
gozo del Reino de Dios, elegidos esa pobreza de espíritu, ese vaciarnos de
tantas cosas que nos saturan de tal manera que no llegamos a saborear la vida
en su auténtico sabor.
Cuántos pedestales vamos poniendo
tantas veces en la vida para hacernos los engreídos y poner distancias entre
unos y otros, qué distancias nos crean nuestros orgullos; de cuántos apegos
vamos llenando el corazón de manera que ya no daremos cabida a los que están a
nuestro lado; cuántas cosas vamos acumulando, tristezas, resentimientos,
envidias, violencias descontroladas, malicias y desconfianzas que nos llenan de
tormento y nos quitan la paz; cuánta cerrazón para mirar solo por nosotros
mismos y no saber tener un corazón compasivo para el que sufre a nuestro lado;
con tantas cosas se nos va enturbiando la vida, la visión como si una catarata
cubriera nuestros ojos y ya no seremos capaces de ver y contemplar la luz.
Por eso cuando llegamos a comprender el
sentido de esta primera bienaventuranza, lo demás irá fluyendo casi como de
forma espontánea. Será cuando llenemos de mansedumbre el corazón y que distinto
será nuestro trato y nuestra convivencia con los que están a nuestro lado; será
cuando aprenderemos a compartir porque nadie a nuestro lado podrá pasar
necesidad; será cuando seremos en verdad comprensivos y misericordiosos con los
demás, porque habremos disfrutado de esa misericordia y compasión que Dios ha
tenido con nosotros para perdonarnos y hacernos cambiar de vida; nuestra mirada
será limpia y podremos contemplar a Dios pero también veremos con mirada
distinta a los hermanos que caminan a nuestro lado; gozaremos de auténtica paz
en el corazón pero al mismo tiempo seremos siempre constructores e instrumentos
de paz; no nos importa ser incomprendidos por lo que hacemos y que incluso
podemos encontrar oposición en contra porque tenemos la certeza de que
caminamos el camino de la vida y estamos realmente construyendo el Reino de
Dios.
¿Puede haber una dicha más grande?
¿Cambiamos la felicidad que sentimos en el corazón por la felicidad falaz que
nos ofrece el mundo? Nuestra vida tiene ya un nuevo sabor; queremos contagiar
de ese sabor al mundo que nos rodea, porque tenemos esperanza y creemos que es
posible realizar y hacer presente el Reino de Dios en el hoy de nuestra vida.
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