Hacer
las cosas solo por cumplimiento no tiene sentido, démosle autenticidad a cuanto
hacemos para hacer crecer nuestra vida cristiana
Colosenses 1, 21-23; Sal 53; Lucas 6, 1-5
Algunas veces algunos episodios que nos
presenta el evangelio son de tal naturalidad que nos parecen hechos o cosas
anecdóticas que escuchamos con mayor o menos simpatía; nos llaman la atención
pero podemos quedarnos en la anécdota y nada más. Como lo que hoy nos cuenta el
evangelista, de cómo al ir caminando en medio de los sembrados los que iban con
Jesús, sus discípulos, hacían lo más natural del mundo, coger algunas espigas,
estrujarlas en las propias manos para echarse a la boca los granos.
Se puede quedar en eso en una anécdota
como cualquier otra cosa de la vida corriente que sucediera entre ellos, pero
allá estaban ojo avizor los fanáticos de turno para querer ver algo no bueno en
aquello tan sencillo y natural; era sábado, y la ley mosaica había establecido
el descanso sabático, para que el día fuera para el Señor aunque podríamos ver
una consecuencia social en el obligatorio descanso para buscar el bien del
hombre, el bien de la persona; todo no se podía reducir al trabajo ni a la
dependencia de quien nos pudiera ofrecer un trabajo, era necesario también el
descanso para la persona, todo en bien del hombre que siempre es para la gloria
del Señor.
Pero los que se creían más papistas que
el papa, en expresión que utilizaríamos hoy, habían convertido la ley poco
menos que en un tormento, porque en lugar de ayudar a liberar a la persona, los
convertía en esclavos de esas mismas leyes; junto a la ley venían las normas,
los protocolos, y ya se venía a establecer con detalles esclavizantes lo que se
podía hacer y lo que no se podía hacer. De ahí nació esa rigidez que vemos
ahora con el descanso sabático como lo veremos en otros momentos con el lavarse
las manos y todo lo que tuviera relación con la pureza de la persona.
Jesús les cuenta otra anécdota, vamos a
decirlo así, con el episodio cuando David y los que lo seguían comieron de los
panes sagrados del culto, cuando eso le correspondía solo a los sacerdotes.
Pero ¿qué era más importante? ¿Las normas que impedían o permitían comer de
aquellos panes o dar de comer a unas personas hambrientas que no encontrarían
bocado por otra parte? El bien del hombre, el beneficio de la persona, lo que
podemos hacer para ayudar a los demás. Recordamos otros momentos en que el
encargado de la sinagoga les dice a la gente que vengan con los enfermos a
Jesús otro día y no el sábado.
Reflexionando sobre todo esto
tendríamos que mirarnos porque acaso nosotros sigamos hoy también con esos
legalismos, con esas normas y preceptos que nos hemos impuesto, o con esas
medidas en lo que hacemos a ver si llegamos con lo que hacemos o acaso nos
pasamos.
Cuántas veces la gente se preguntaba si
llegaba tarde a Misa si había cumplido o no cumplido según el momento en que
llegara, pero poca importancia por otra parte le dábamos a la escucha de la
Palabra de Dios; muchas veces nos contentábamos con estar, aunque nuestra mente
anduviera por otros derroteros o acaso nos entreteníamos con el rezo del
rosario o la lectura de libros piadosos.
Pensemos cuántas tragedias nos hicimos
con el ayuno eucarístico para poder recibir la comunión preocupándonos más si
por error nos había bebido un vaso de agua, que si acaso no nos llevábamos bien
con los vecinos, pero eso no nos impedía comulgar.
En muchas cosas de nuestra vida de hoy
tendríamos que pensar en este sentido de lo que hoy nos plantea el evangelio y
preguntarnos por la autenticidad de lo que hacemos, de lo que vivimos, de lo
que celebramos.
¿Vamos a la Eucaristía el domingo, día
del Señor, en el deseo del encuentro con el Señor para su alabanza y para su
gloria o acaso vamos simplemente para quitarnos un peso de encima porque ya
hemos cumplido? Cuántas veces escuchamos o acaso nosotros mismos pensamos
cuando salimos de la Iglesia ya he cumplido, ya me puedo quedar tranquilo, pero
quizá no recordamos lo que nos dijo el Señor en el Evangelio.
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